Helena Urán Bidegain
11 Julio 2022

Helena Urán Bidegain

El negacionismo es violencia

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En 2019, al inicio del gobierno de Iván Duque, Darío Acevedo fue nombrado director del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) con el mandato, tácito o quizás explícito, de revisar las investigaciones acerca del conflicto armado colombiano, adelantadas bajo la dirección de Gonzalo Sánchez, su predecesor.

Cuando hablo de “revisar” o “revisionismo”, me refiero al uso político de la historia; aquel que no respeta el espíritu crítico y plural. Un ejemplo claro sería el intento de reescribir la historia sobre el nazismo alemán; el negacionismo —por parte, sobre todo, de la extrema derecha en general— de un plan de exterminio sistemático de los judíos y su holocausto resultante. Nada tiene que ver con la interpretación de la evidencia histórica y se aproxima más a la apología de un régimen criminal de lesa humanidad, presentado como heroico.

No es sorpresa para nadie que yo diga que el gobierno colombiano ha sido más cercano a un sistema que encubre y niega crímenes atroces que benefician a algunos, que a uno que protege al conjunto de las víctimas y a los más vulnerables ante la guerra y la violencia estructural. Solo hay que recordar “¿De qué me hablas viejo?”: la perversa respuesta de Iván Duque tras el bombardeo militar en el Caquetá en el cual fueron “dados de baja”, es decir, asesinados, ocho menores de edad (previamente movilizados a la fuerza por bandas criminales y jamás rescatados por quienes tenían el deber de protegerlos) para entender cuál ha sido la prioridad y cuál la narrativa que desde el gobierno saliente se ha pretendido construir.

Darío Acevedo no quiso tampoco entender que el CNMH es una institución estatal —creada para servicio de todo el país— y no una entidad del gobierno de turno, para convenientemente ignorar y desatender que la verdad es un derecho inalienable y la memoria histórica debe ser democrática y plural. Como director, desde su posesión cumplió a cabalidad el rol para el que el saliente gobierno lo puso ahí: mantener viva la narrativa de la guerra narcoterrorista contra el Estado; negar la existencia de un conflicto armado; desdibujar las causas y las razones de la guerra; ha incluso eliminado la existencia de los paramilitares de los informes del Centro, conducta que además de disparatada, es malévola y peligrosa, porque aumenta la eficacia en el accionar de estos grupos amparados en la sombra protectora de las fuerzas militares, conduce a la reproducción de más violencia y habilita la impunidad. 

La relativización y negación del conflicto armado, por parte de Darío Acevedo, en un país con más de 9 millones de víctimas, ha sido tan absurda que ocasionó al CNMH y a Colombia su exclusión de la Coalición Internacional de Sitios de Conciencia y Memoria. 

Desde esta posición antidemocrática y violenta del CNMH se ha generado, además, una discriminación entre clases de víctimas o, mejor, se ha querido resaltar el carácter de víctimas de los miembros de las Fuerzas Armadas y minimizar su responsabilidad en los crímenes dentro del conflicto; además, cercano a los más grandes empresarios, Acevedo firmó un acuerdo con la agremiación de ganaderos (Fedegan) para presentarlos en condición de víctimas, eximiéndolos de su rol en la conformación de los grupos paramilitares que han destrozado el país. En ambos casos omite el sufrimiento de las víctimas de estos grupos, para mantener la versión oficial del pasado y proteger la honra y la reputación de voces poderosas y así inspirar expresiones de solidaridad y empatía de la ciudadanía hacia los empresarios y miembros de la fuerza pública. 

Pese a las críticas de respetados académicos y de un gran número de víctimas, Acevedo continuó reforzando la versión oficial, a fin de atribuir la responsabilidad exclusiva a los actos criminales de la guerrilla —injustificables, sí; horrendos—, siempre con la perversa intención de suavizar aquella de los agentes del Estado y su vergonzoso —y aún más inexcusable y atroz— rol criminal en la guerra. 

Esta actitud calculada por parte de Darío Acevedo representa un ataque a quienes hemos sido violentados directa o indirectamente por esos grupos, y evita que sea el debate público, basado en el conocimiento de la memoria de quienes han sufrido la guerra, y una transparente exposición ante el país de la responsabilidad que han tenido sus distintos actores, lo que conlleve a un consenso sobre cómo tratar el pasado en Colombia.

Muchos de quienes hemos visto nuestros derechos afectados por la violencia de los poderosos, no nos sentimos representados en esta reescritura del relato construido por él y su equipo y, por lo tanto, también lo rechazamos. 
Sin embargo, nada de esto le ha importado a Acevedo ni a aquellos que se han beneficiado de la versión oficial que requiere un enemigo (interno). Versión que simplifica y reduce el reclamo del pueblo más desprotegido y necesitado de justicia social, a la retórica del “comunismo y el terrorismo contra el derecho de propiedad y la seguridad”.
Bajo esta premisa sucedió el genocidio de la Unión Patriótica (UP), cuya memoria ha sido alterada por ese director, quien decidió no volver a incorporar su relato en el guion del futuro Museo de Memoria del país. Así mismo, han sido borrados otros casos de víctimas del Estado, como el de la tortura, desaparición y ejecución del magistrado Carlos Urán, mi padre, en torno a los hechos de la violenta retoma del Palacio de Justicia por parte del Ejército nacional. 

La memoria histórica resulta esencial en la búsqueda de menos asimetrías de poder; ella abre la puerta a una reacomodación social más participativa y democrática; es la que sienta las bases éticas y morales para que una sociedad determine lo que no estará dispuesta a tolerar nunca más. Por todo ello es que se convierte en un escenario de batalla en el que algunos que se han beneficiado de una única narrativa dominante, sentados sobre el poder y la impunidad, se sienten ahora amenazados de llegar a ser señalados de actitudes deshonrosas e indignas, o de culpas escondidas que nunca han querido reconocer.

La batalla por la memoria de la que somos testigos hoy en Colombia también se ha dado en otras partes del mundo después de dictaduras y guerras; porque la memoria se mantiene viva y es la que nos permite moldear un futuro más justo, democrático y pacífico. 

Por lo tanto el actuar de Acevedo, junto a las narrativas desde el Ejército nacional y el gobierno, no son en Colombia ni casualidad ni ignorancia. Ellos tienen ya la claridad de que cuando la memoria histórica es realmente plural, sin dar predominancia a la voz de los poderosos, los ciudadanos están en mayor capacidad de reflexionar, cuestionarse a sí mismos, a su entorno y al poder.

La semana pasada, con la llegada del nuevo gobierno, Darío Acevedo anunció su renuncia. Ayer compareció ante los Tribunales de la JEP por su manera poco ética de actuar y por vulnerar el derecho de todos los colombianos a saber qué fue lo que pasó, al excluir ciertas voces necesarias para moldear una verdadera memoria colectiva en el país.

Ojalá nos quede claro de una vez por todas que la memoria histórica es un derecho y que podemos hacer la distinción entre los diversos perpetradores solo para esclarecer que algunos representantes del Estado, es decir la fuerza pública, siempre tienen mayor responsabilidad y no, como ha pretendido hacer Acevedo, manipulando el guion del Museo de Memoria para desdibujarla. Esperamos que la ley nos enseñe que cuando representantes del Estado violan derechos humanos, como lo ha hecho la fuerza pública, o nuestro derecho a la verdad y la memoria, como el director Acevedo, violan también su compromiso como garantes de la Constitución. Es un doble delito y una burla a todo el país.

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