Daniel Schwartz
7 Diciembre 2022

Daniel Schwartz

La pelota no se mancha

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Este ha sido el Mundial de la incertidumbre, el de enfrentarnos a nuestras contradicciones para intentar, a pesar de todo lo que ocurre alrededor del césped, disfrutar el juego del balón. No solo hemos sido contradictorios cuando vemos los partidos de fútbol transmitidos desde estadios que son el cementerio de miles de trabajadores migrantes cuyas familias, en su mayoría, aún no han recibido los restos de su ser querido. Nuestra contradicción ha consistido en pensar que nos importan todas estas vidas ajenas, o que nos importan más que ver un buen encuentro. Hablo, por supuesto, de nosotros, a los que nos gusta el fútbol, porque rehusarse a ver el Mundial por cuestiones políticas es algo que solo puede hacer una persona a la que simplemente no le interesa este deporte.

Todo ha sido un mar de contradicciones. Es inexcusable la explotación a los trabajadores migrantes que construyeron la infraestructura para el Mundial de la Fifa, pero me causa gracia que el biempensantismo occidental volteó a mirar esta tragedia –y con ‘mirar’ me refiero a postear una carita triste o retuitear alguna noticia– tan solo un mes antes de que comenzara el torneo, a pesar de que esto viene ocurriendo desde hace casi diez años. Todavía más contradictorios son quienes viajaron a Catar y denuncian que no los dejaron entrar la bandera de su lucha al estadio. Por supuesto que no estoy de acuerdo con que se prohíba la diferencia y la libertad que en otros lugares ha costado tanto conseguir, pero ir a Catar, disfrutar de los estadios/cementerios, y luego quejarse porque no te permiten hacer algo que sabías que no podías hacer, habla más del afán por ser el centro del escándalo que del conservadurismo de este país. También están los defensores de derechos humanos con restricciones y a conveniencia, quienes, de viaje por Catar, un país que no respeta los derechos humanos, boicotean a la prensa israelí porque en ese país tampoco se respetan los derechos humanos. Parece una sucesión de acciones simples, alentadas más por el afán individual de no parecer una mala persona, o de ser el portavoz de los oprimidos del mundo, que por un verdadero interés en quienes la pasan mal.

De todas formas, celebro que esto pase. Es bueno darse cuenta, o recordar, porque muchas veces lo olvidamos, que no todo el mundo piensa igual que uno. De eso se trata, también, un evento mundial. Muchos dicen, con un dejo de islamofobia y de desprecio hacia los nuevos ricos, que Catar nunca debió ser la sede de un Mundial de fútbol. Que no se llame “Mundial”, entonces, sino “Occidental de fútbol”. Está bien que haya cosas que no nos gusten, y no deberíamos nunca dejar de denunciar la muerte de tantos trabajadores ni dejar de alzar la voz cuando un trato nos parezca injusto. Pero decir que no se puede celebrar un Mundial en un país que viola los derechos humanos, sería condenarnos a no hacer nunca más un Mundial de fútbol. Aceptar las contradicciones, y entender que no siempre una cosa quita la otra, es parte de vivir en la incertidumbre, en la contradicción, que es a su vez estar vivos. Escuché a alguien decir, también sobre el Mundial de Catar, que se necesita un mínimo vital de hipocresía para ser feliz.

La única certeza que nos queda es el fútbol como deporte y no como una excusa para hablar de política. El juego disipa las injusticias políticas y sociales y crea otras, a pesar de tanta tecnología. También se resuelven injusticias históricas y los pueblos reivindican el pasado venciendo a sus eternos rivales o a sus antiguos opresores: la selección de Suiza, por ejemplo, con varios jugadores descendientes de inmigrantes kosovares, venció a Serbia. Marruecos venció a España con una estrategia de contención férrea, atrincherándose y erigiendo un muro que impedía el paso de los jugadores españoles. Una victoria que les devuelve a los españoles el maltrato de la reja fronteriza que los separa de sus vecinos norafricanos. Pero España pudo haber ganado, y lo habríamos disfrutado igual, porque el deporte no es solamente un espacio para resolver conflictos, sino también para jugar y competir.

Yo tengo otra certeza que, además, se fortalece conforme avanza el torneo: en medio de tantas contradicciones que se agolpan, la luz que más brilla y más me emociona es el talento de Lionel Messi. No es solo su talento, que ha demostrado por más de 15 años, sino el halo de grandeza que ahora lo ilumina cada vez que juega con la selección, y que antes, por varias razones, no tenía.

Messi ya no corre, ya no defiende. Como buen capitán, camina, a veces de manera cansina, para mapear el campo, a los jugadores suyos y a los rivales. Cuando recibe el balón ya sabe qué hacer, y aunque a veces yerra, en algún momento aparece, acelerando de cero a cien, y eso es más que suficiente para darle la victoria a su equipo. Messi, como dice Martín Caparrós, necesita ser Messi un momentito. Y Argentina, para ser la Argentina, tiene que ganar estando al borde de la derrota y dependiendo de la aparición espontánea y milagrosa de algún jugador fenomenal.

Esa es la mística del fútbol argentino, y quizá de Argentina en términos generales: agrandarse cuando las cosas no salen y la victoria es improbable. Cuando Maradona se hizo más grande no fue cuando ganó el Mundial en 1986, sino cuando cayó y perdió. Lo mismo le pasa a Argentina. Hace mucho tiempo que un equipo no recibía tanto apoyo como le ocurre a la selección argentina de 2022, cuando su moneda está por el piso, cuando no parece haber luz al final del túnel y su vicepresidenta –viva imagen del viejo populismo– ha sido condenada a seis años de prisión e inhabilitada para ejercer cargos públicos. Caer es, para Argentina, y en general para el romanticismo latinoamericano, una promesa de victoria en el futuro.

Cómo me gustaría que la Selección Colombia tuviera un poquito de esa mística grandiosa y derrotista a la vez. Nuestra selección emula a la de Brasil con baile y divertimento, pero no con victorias. Es un baile de humo, engaña bobos, es la alegría injustificada de quien baila aun en la derrota. Bailar en la derrota (sumemos la frase icónica de Maturana) es la evidencia de que nunca se buscó la victoria.

El argentino, en cambio, sufre cada partido de fútbol, incluso cuando es claramente superior a su rival. Así sucedió con Australia, así fue durante la fase de grupos de este Mundial. Eso es ser fiel a una idea, aceptar que hay certezas en la incertidumbre.

Messi ganó en mística desde que se fue Maradona. La muerte del ídolo le confirió un poder especial, una grandeza que antes no tenía. Ganó, meses después de la partida de Maradona, su primer título con Argentina. Se hizo capitán, aunque ya portaba la cinta desde hacía mucho tiempo, y aunque Maradona ya no lo podrá ver siendo un campeón, pareciera que Messi ya no tiene el peso de vivir a la par del mejor de la historia. Se ha liberado, o, mejor, el pueblo argentino lo ha ungido con la sustancia agridulce de la idolatría argentina, que también es latinoamericana.

A quienes insisten en conferir tanta política, sociología y culturalismo al deporte, les cuento que Bangladesh, de donde venían muchos de los trabajadores muertos en los estadios cataríes, le hinchan a Messi: miles de bangladesíes llenan las plazas públicas de su país vistiendo la camiseta número 10 de Argentina. Pintan sus casas de celeste y blanco, cuelgan banderitas con los colores de Argentina en las calles de las ciudades y sintonizan los partidos de Messi en los vuelos comerciales. Una locura. 

Cuando murió Diego, en Siria construyeron altares con su rostro en las ruinas de las casas bombardeadas. Hoy en Bangladesh, país víctima de la suntuosidad catarí, apoyan a la Selección Argentina. Hace unos días, Lionel Messi, el más místico de los jugadores de la actualidad (más por su talento que por su personalidad), firmó un acuerdo multimillonario para ser la imagen oficial de Arabia Saudita, cuyo gobierno, como el de Catar, es conocido por violar los derechos humanos. Quizá esto ocurre porque Messi está supliendo a Maradona en el podio místico del fútbol. Porque para ser un ídolo, quizá, hay que ser héroe y villano. Ser contradictorio.

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