Rodrigo Lara
28 Septiembre 2022

Rodrigo Lara

Negociar con el diablo

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Cualquiera que sea el resultado al que nos lleve el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con el régimen de Nicolás Maduro, este será preferible para los intereses de Colombia al sórdido statu quo que resulta de seguir perseverando en la ruptura total de las relaciones con el país vecino. Los problemas humanitarios y de seguridad que ha traído la inexistencia de diálogo alguno con Venezuela se han convertido en una grave amenaza para la estabilidad de Colombia, y solo un diálogo razonable y prudente permite avizorar soluciones que tal vez no necesariamente sean las mejores, pero que en todo caso sí serán menos malas que la situación que se padece hoy. 

Las voces más recalcitrantes del anterior gobierno han dicho que dialogar con la dictadura de Maduro es inmoral, que es una muestra de debilidad y que resulta inútil hacerlo dada la naturaleza perversa de un régimen que solo espera sacar ventaja de las intenciones de diálogo de Colombia. Sin reconocerle un solo atenuante a la naturaleza de ese régimen, vale la pena recordarles a esas voces tan intransigentes como cándidas que, como lo acuñó alguna vez el profesor Pierre Grosser, la diplomacia se inventó justamente para negociar con el diablo y muchos ejemplos en la historia nos confirman esa realidad. 

Tal vez el más actual de esos ejemplos es el caso de la guerra de Ucrania, en la que las potencias occidentales le están inyectando casi 20 billones de dólares al ejército ucraniano, sin que hasta hoy los rusos o los occidentales hayan puesto sobre el tapete la ruptura de sus relaciones diplomáticas. Las naciones con diplomacias de Estado que pesan en el concierto internacional entienden perfectamente que, por muy tensas que sean las relaciones con otros países, se debe ser muy cauto de no romper los posibles canales de diálogo, y mucho menos cuando se trata de países fronterizos con intereses vitales compartidos. 

Ahora bien, el restablecimiento de las relaciones con Venezuela no puede quedarse en una anarquía de buenas intenciones y debe centrarse en agenciar de la forma más inteligente posible las tres grandes dimensiones de nuestros intereses estratégicos con Venezuela.

En primer lugar, una prioridad es centrar todos nuestros esfuerzos en abrir de nuevo el mercado venezolano a la industria y el agro colombiano, sobre todo de cara a la recesión global que se anuncia para el año entrante. En este punto nuestros intereses coinciden con los de Venezuela, un mercado de casi 40 millones de habitantes, con una economía dolarizada que puede comprar barato en pesos colombianos. Venezuela necesita reinsertarse en el sistema capitalista de comercio internacional, para lo cual Colombia representa una oportunidad, y más aun después de las primeras decisiones de Estados Unidos de aliviar las sanciones a ultranza que les impuso el gobierno Trump. No podemos olvidar tampoco que países como Brasil no han dejado de vender en Venezuela, lo cual hace inexplicable que Colombia no haga lo mismo.

En segundo lugar, en materia humanitaria es mucho lo que tenemos por hacer. En Colombia viven cerca de 2 millones de venezolanos, a quienes se les están negando derechos tan elementales como el de obtener un duplicado de su cédula para poder existir legalmente o el de su pasaporte para poderse mover. Una situación tan inaudita no se presenta casi en ninguna parte del mundo. Incluso Irán y Estados Unidos sostienen relaciones consulares por conducto de Suiza a fin de garantizarles esos derechos elementales a sus binacionales. Por otro lado, solo a través del diálogo firme y claro el gobierno de Maduro puede entrar en razón para que no se repita el uso del arma de la presión migratoria de centenares de miles de venezolanos, como ha ocurrido en el pasado reciente. 

En tercer lugar, la dimensión de nuestros intereses en materia de seguridad es tal vez el asunto más delicado. El debilitamiento del Estado venezolano y los cercos a su régimen terminan alimentando su paranoia, que no es más que la obsesión de cualquier dictadura de evitar su derrocamiento. Esto ha llevado a una mayor integración de sus Fuerzas Armadas con los grupos irregulares como el ELN, en parte por una lógica de supervivencia ante los intentos internacionales por cambiar al régimen. Un ELN más integrado a la FNB es una guerrilla con más acceso a información de inteligencia y con más medios para hacer daño en Colombia. Así mismo, entre más débil y fallido sea el Estado venezolano, a los grupos de delincuencia común como a las disidencias de las exFarc se les facilita el control de territorio que convierten en refugios para delinquir en Colombia. Cualquier solución dialogada con el ELN necesariamente pasa por Venezuela, país en donde opera como un grupo paramilitar. 

En resumen, el nuevo entendimiento cordial que nace con Venezuela debe llevarnos esencialmente a que el diablo se comporte de una manera más civilizada. Las negociaciones bilaterales entre naciones permiten conocer mejor al diablo y contar con una mejor oportunidad para ejercer una influencia sobre él y poder persuadirlo. La lógica del gobierno de Maduro no es convertir a Colombia en un país comunista, como piensa mucho lunático: es simplemente sobrevivir. Pero si hay algo que les permite a los pueblos derrocar a los regímenes despóticos es justamente lo que producen el comercio y la libertad económica: ciudadanos más prósperos y libres, con capacidad de luchar por sus libertades.

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