Jaime Honorio González
4 Noviembre 2022

Jaime Honorio González

Por un pelo

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El miércoles 6 de noviembre de 1985, extrañamente mi papá regresó a casa más temprano que de costumbre. Venía de su pequeña oficina de abogado en el cuarto piso de un edificio sobre la carrera Séptima, justo al frente del costado oriental del Palacio de Justicia, en todo el centro de Bogotá.

Ese día, yo almorzaba solo y a las carreras porque iba tarde a clase; cursaba segundo semestre de una carrera que —por fortuna— jamás finalicé, en una universidad que cuelga del cerro sobre la circunvalar, unas cuadras arriba de la plaza de Bolívar.

De pronto, se apareció sin que nadie lo notara, como era su costumbre, me saludó y a renglón seguido dijo que me prohibía rotundamente ir a estudiar porque el centro estaba muy complicado, pues había un tiroteo en el Palacio de Justicia y era peligroso estar por allá.

No le di mayor importancia al asunto, aunque sí lo noté algo raro. Se sentó a comer conmigo y, después de unos minutos, fue al estudio y prendió el equipo de sonido. Me acuerdo de que algo escuché sobre una posible toma guerrillera, pero mis preocupaciones iban dirigidas a salir de casa para verme con mis amigos de barrio. Al fin y al cabo, por cuenta de ese suceso yo iba a disfrutar de una inesperada tarde libre.

Eso sí, no olvidaré su rostro adusto, de líneas finas, casi imperturbable, mirando fijamente en la distancia, de pie, como le gustaba, oyendo las noticias en la radio. Yo me fui con la idea de que estaba sucediendo algo semejante a lo ocurrido durante la toma de la Embajada Dominicana, cinco años atrás, cuando el M-19 secuestró en esta ciudad a 15 diplomáticos, entre ellos al embajador de Estados Unidos.

Esa noche regresé a casa después de haber perdido el tiempo en la cuadra, mientras en el Palacio y sus alrededores pasaba de todo. Solo supe con exactitud lo que estaba sucediendo cuando me senté en el hall frente al televisor —al lado de mi papá— a las siete en punto, a ver el noticiero. Eran los tiempos de William Restrepo. Y del chinomatic.

Mañana domingo serán 37 años de aquel inicio de tragedia, de los recién comprados tanques cascavel entrando, del ruego del presidente de la Corte Suprema de Justicia al presidente de la república para que diera la orden a las tropas de alto al fuego —que todo el país, menos la Casa de Nariño, escuchó por las emisoras en vivo y en directo—, de los cohetes que impactaron el edificio, de las llamas que todo lo consumieron.

Esa noche, Millonarios y Unión Magdalena jugaron la primera fecha del famoso octogonal de fútbol, tal vez el error deportivo más grosero de nuestra grosera historia deportiva, tal vez el triunfo menos celebrado, tal vez la derrota menos importante, tal vez el partido más transmitido de la época pues lo pasaron por las dos cadenas nacionales, tres goles que nadie celebró mientras el país ardía. Alguna vez escuché la historia del jugador Norberto Peluffo, de quien decían que había dejado un transistor prendido en la pista atlética y —en medio del partido— de cuando en vez se acercaba para oír lo que iba pasando y transmitírselo a sus compañeros. Solo en Colombia.

Y 37 años después, aún hay tantos puntos oscuros en todo lo que pasó, cada implicado sigue teniendo su propia versión, casi nadie acepta su responsabilidad, aún hay personas desaparecidas. Los hechos de la toma y retoma del Palacio de Justicia —que para la mayoría de colombianos ya son historia patria— siguen siendo una verdadera tragedia para muchas familias. Y para sus herederos.

Hay libros completos que explican en detalle cada momento de lo que sucedió. Hay documentales bien detallados al respecto. Hay grabaciones de todo, de casi todo, hasta de las secretas conversaciones militares donde se escuchan claramente cada una de las órdenes dadas. Y acatadas.

Hay informes de comisiones de la verdad que narran la verdad en versión de quienes se sentaron a contarla. Hay informes de inteligencia que dicen unas cosas que jamás sucedieron y otros que no dicen todo lo que pasó. Hay informes periodísticos que dan cuenta de cada segundo de las interminables 28 horas que dejaron un reguero de cadáveres, un edificio destruido y un país en llamas.

Hubo políticos, funcionarios, soldados de la patria y agentes secretos que se fueron de este mundo llevándose sus secretos. Hay por ahí otros que aun los guardan, a riesgo de envenenarse con su propia ponzoña.

Tiempo después, cuando comenzaba mi vida de reportero, alguna noche mi papá y yo hablamos del tema sentados en la sala, él con la pierna cruzada. Se veía tan elegante.

Debió ser en algún triste aniversario de los hechos cuando le pregunté sobre aquel 6 de noviembre. Me contó que había salido de la oficina antecitos del medio día, rumbo a la Corte Suprema, a “patinar” los negocios que llevaba. No tenía dependiente judicial, recorría personalmente los edificios de los juzgados dos veces por semana, de forma puntual, metódico, juicioso, de punta en blanco, como los viejos de antes, como los que no hay ahora, de saco y corbata, a veces chaleco, con los zapatos impecables, embolados todas las mañanas por él mismo en su solterón, perfectamente afeitado con su Old Spice de Shulton, con el poco pelo que tenía dominado a punta de clearway, oliendo a Pino Silvestre y siempre caminando como si lo estuvieran persiguiendo. No era fácil seguirle el ritmo.

En fin, esa mañana llegó a la puerta principal del Palacio, pero la encontró cerrada, escuchó que hablaban de unos asaltantes dentro del edificio, maldijo no poder revisar sus procesos, dio medio vuelta y se regresó la media cuadra que lo separaba de su oficina. Pero, en el camino se fue encontrando con soldados y entonces decidió montarse en su Renault 4 blanco que parqueaba normalmente sobre la calle once, unos metros arriba de la Casa del Florero, e irse de allí. Se fue a tiempo.

Al final murieron 94 personas y varias siguen desaparecidas. Es una de las varias heridas de este país que permanece abierta. Es otra de nuestras vergüenzas.

Cada 6 de noviembre, Colombia se revuelca en su propia miseria, repartiéndose las culpas que todos niegan. Yo, en cambio, me acuerdo de cada escena que les conté y siempre sonrío silenciosamente mientras concluyo exactamente lo mismo: mi papá se salvó por un pelo.

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