Gabriel Silva Luján
11 Diciembre 2022

Gabriel Silva Luján

Primero, la Constitución

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La madre de todas las luchas revolucionarias de la humanidad es la batalla contra el absolutismo. La primera gran batalla emancipadora, la primera revolución, es en contra de una forma de gobierno en la que el monarca tiene a su disposición la vida, bienes, honra y dignidad de sus vasallos. La arbitrariedad, el abuso de esa autoridad suprema y el atropello a los súbditos inspiró una lucha de siglos donde la reivindicación fundamental era bastante clara y concreta: poner límites al soberano.
 
El mecanismo propuesto para poner esos límites fue un gran invento intelectual, la CONSTITUCIÓN. El constitucionalismo fue una concepción política cuyo propósito principal fue la lucha por alinderar la autoridad sin límites del monarca y de sus funcionarios. Ese esfuerzo ambicionaba que se adoptase una “ley superior” que estableciera unos principios fundamentales y unos procedimientos con los cuales se comprometería el gobernante.

Un aspecto fascinante de este empeño es que convocó y aglutinó a muchos sectores y grupos sociales que incluso estaban en conflicto por otras razones. Por ejemplo, en 1295 el rey Eduardo I de Inglaterra, por la presión pública, convoca el “Gran Consejo” que incluía a cuarenta y nueve señores feudales, pero también 292 representantes de la comunidad (Joerg Knippath, King vs. Parliament in 17th Century England: From Absolutism to Constitutional Monarchy. 2022). Es el comienzo del camino hacia la construcción de la democracia liberal.

Hoy en pleno siglo XXI, quien lo creyera, estamos enfrentados a tener que repetir las luchas que siervos y señores dieron en la Edad Media. Los acontecimientos políticos en la región y en el mundo nos confirman que el absolutismo está de regreso y que los logros del constitucionalismo se ven amenazados por las pretensiones de los neo-monarcas contemporáneos. Y no me refiero a los ya entronizados en el poder como Putin y Xi-Jing Ping, sino al absolutismo emergente en el escenario de la misma democracia liberal en Occidente.

El expresidente Donald Trump, hace una semana, dijo que se justificaba “terminar todas las normas, regulaciones, y artículos, incluso aquellas que se encuentran en la Constitución” para regresar al poder. A esto se le suma su legitimación de la toma del Capitolio por una turba trumpista, algo de lo que se siente orgulloso y sobre lo que ha dicho que no se arrepiente. Además, es proverbial su desdeño por la división de poderes. Evidentemente, ese ejemplo es contagioso.

En la semana que terminó, en Alemania fueron detenidos veinticinco personas pertenecientes a grupos extremistas que, según la BBC, eran “simpatizantes de la asociación extremista Reichsbürger (Ciudadanos del Reich) que es un movimiento de alemanes que no acatan la Constitución alemana ni reconocen la República”. Entre los planes estaba la toma del parlamento y el asesinato de líderes y funcionarios. Y como para confirmar sus visiones absolutistas, el cerebro de la conspiración es un noble aspirante a monarca que se autodenomina Heinrich XIII. Esto no pasaría de ser un mal chiste si no tuviera el carácter de amenaza armada contra el Estado que le asignan los investigadores y la justicia alemana.

Sin embargo, las pretensiones absolutistas no son solo exclusivas de la derecha. El presidente Pedro Castillo del Perú intentó dar un golpe de Estado estableciendo un gobierno de excepción que convocaría a un Congreso Constituyente y gobernaría con plenos poderes a través de decretos ley. Además de la preocupante situación para la democracia peruana, quizás lo más grave fue la solidaridad que despertó entre los presidentes de Colombia, México, Brasil y Bolivia -elegidos democráticamente- que prefirieron amparar a Castillo, por su identidad ideológica, antes que aferrarse a la defensa de la institucionalidad democrática. No deja de preocupar que también estos mandatarios de izquierda en el fondo de su corazoncito alberguen un tirano absolutista en potencia.

Ante esa amenaza existencial a la democracia, que ya no se puede considerar exótica o excepcional, se necesita que en pleno siglo XXI hagamos lo que hicieron los nobles, súbditos, siervos y señores en la Edad Media. A pesar de las diferencias profundas que existen en la política -llena de matices ideológicos, intereses personales, causas propias- hay un punto en el que debemos converger todos los que defendemos la libertad.  Hay que unirse contra las pretensiones absolutistas y defender la Constitución que, como ley fundamental, es la única que nos puede proteger del autoritarismo y la dictadura.

Twitter: @gabrielsilvaluj.

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