En Colombia siempre ha existido una tensión entre la capital y el resto del país. Eso es inevitable, dado el peso administrativo, económico, político y geográfico de Bogotá. Además, la significativa diversidad geográfica y regional del territorio hace más desafiante la relación centro-periferia.
Esa tensión se exacerbó desde la llegada de Gustavo Petro al poder. El presidente arrancó su gobierno con una campaña administrativa y financiera en contra de las decisiones de la entonces alcaldesa Claudia López. Desde ese momento ha tratado de descarrilar la primera línea del metro actualmente en construcción. El intento de coartar la autonomía de la ciudad capital no ha cesado. Esa actitud no ha aminorado, de hecho ha escalado proyectándose más allá de Bogotá.
Las elecciones de octubre pasado, en las que el Pacto Histórico recibió una paliza memorable, actuaron como un catalizador adicional de la ira y la agresividad de la Casa de Nariño. Las regiones y las ciudades en las que los votantes rechazaron ampliamente a los candidatos del gobierno han sido señaladas por el primer mandatario como una especie de objetivo militar. El presidente Petro después de las elecciones regionales calificó a los gobernadores y alcaldes de acuerdo con su cercanía -o su obsecuencia- con el gobierno. A partir de allí se ha dedicado a discriminar contra quienes no son de sus afectos.
Así, el gobierno se ha puesto en la tarea de reorientar las vigencias futuras con el propósito de quitarle, ilegalmente, el oxígeno financiero a un conjunto de obras de infraestructura precisamente en la regiones y ciudades “no petristas”. Ya había intentado reorientar, vía decreto de liquidación presupuestal, trece billones de pesos que estaban previamente comprometidos. Además, al desviar esos fondos -que son cubiertos por la garantía de la nación- pone en entredicho la credibilidad del riesgo soberano del país.
Esa estrategia de desfinanciar la infraestructura contratada y en ejecución, la reiteró recientemente y de manera airada después de que fracasó un encuentro programado con gobernadores y alcaldes. Como reacción a esa situación manifestó que “en vigencias futuras, que comprometen los presupuestos hacia adelante hasta por treinta años deben quedar antes que nada las financiaciones de lo que permite a los colombianos y colombianas vivir: agua potable, saneamiento ambiental, infraestructura en salud y educación públicas”.
La Constitución le entrega al presidente de la república, como una de sus mayores y más sensibles responsabilidades, garantizar la unidad nacional y la integridad territorial. Gustavo Petro ha tomado el camino de incumplir con esa tarea que es su obligación indeclinable. Con su actitud discriminatoria y selectiva ha despertado al monstruo dormido del separatismo en varias regiones del país.
Está surgiendo un neo-federalismo que ha tomado en poco tiempo una fuerza inusitada. Por ejemplo, los paisas -que siempre han albergado un fuerte sentimiento independentista acompañado de rivalidad y resentimiento hacia otras ciudades y regiones- han encontrado en la actitud de Petro una gran justificación para avanzar en sus objetivos de autonomía e independencia. Eso mismo está ocurriendo en algunos sectores de la costa Atlántica y del oriente del país.
Un país como Colombia -con su geografía, su diversidad cultural, y sus desigualdades territoriales- es altamente vulnerable a la fragmentación del Estado y del poder público. Los fenómenos de control territorial, social y político, por parte de las organizaciones criminales, se verán fortalecidos con la actitud de conflicto con las regiones en que ha metido Petro al país. No es exagerado decir que desde el siglo XIX no se veía una ofensiva contra el carácter unitario y centralista de nuestra organización política como la que ha desatado Petro con su persecución a las regiones.
Twitter: @gabrielsilvaluj