Daniel Schwartz
17 Enero 2023

Daniel Schwartz

El nuevo gobierno extremista de Israel

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En diciembre de 2016 viajé a Hebrón con Breaking The Silence, una ONG de exmilitares israelíes encargada de denunciar los atropellos de los que alguna vez fueron cómplices. Hebrón es una ciudad particular y es el escenario donde con más claridad se manifiesta el problema de la ocupación israelí en Cisjordania. Allí, supuestamente, están enterrados los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, tan importantes para el judaísmo como para el islam. Es una ciudad antiquísima, de arquitectura mameluca y de callejuelas serpenteantes que conforman un laberinto curvo y desordenado. Según la repartición previa a 1967, Hebrón es parte de Palestina, pero hoy, aunque la mayoría de su población es musulmana, está sitiada por el ejército israelí que está allí para defender a los 800 colonos judíos ortodoxos que se tomaron la ciudad vieja.

Cuando visité Hebrón, la ciudadela que rodea la tumba de los patriarcas estaba desolada y eso es raro en una ciudad antigua del Oriente Medio, porque suelen estar atiborradas de gente y de comercio callejero. En cambio, había militares israelíes, cascos azules de la ONU y algunos judíos ortodoxos que, cuando nos vieron allí, salieron de sus casas para intimidarnos. Su estrategia era clara: mandaban a sus niños y adolescentes a amedrentarnos, a gritarnos y a empujarnos suavemente. Conocían a la ONG y sabían que si caíamos en sus provocaciones eso podía costarle caro a Breaking The Silence, que ha sido calificada por muchos sectores de la derecha israelí como terrorista y desleal. 

Atravesamos la ciudad vieja esquivando como podíamos la manada de niños ortodoxos que nos gritaba y nos grababa con sus celulares. Llegamos a Kiryat Arba, un asentamiento que colinda con Hebrón, donde está la tumba de Baruch Goldstein, un judío ortodoxo que en 1994 irrumpió en la mezquita de Ibrahim, en Hebrón, y asesinó a quemarropa a cerca de 30 musulmanes. Su tumba es un altar, un lugar sagrado donde los colonos le rinden homenaje como si se tratara de un profeta bíblico.

Goldstein era fiel seguidor de Meir Kahane, un rabino extremista cuyo movimiento alentó varios ataques terroristas contra los palestinos. Kach, el partido político de Kahane, fue un movimiento racista, antipalestino y supremacista judío que abogaba por la expulsión total de los palestinos y la conformación de un Estado dictado por la ley judía. Por muchos años fue considerado por la comunidad internacional como una organización terrorista, pero hoy es parte fundamental de la coalición del nuevo gobierno israelí.

Ya no es Kach, ahora su nombre es Otzma Yehudit, que traduce “Poder Judío”, y aunque hasta poco era una fuerza minoritaria en la Knesset (el Parlamento israelí), en las elecciones de 2022 duplicó sus votos y se convirtió en la tercera fuerza política de Israel. Su máximo líder es Itamar Ben-Gvir, kahanista y prolífico polemista que desde la década de 1990 ha enfrentado decenas de demandas por su discurso de odio. En 1995 amenazó al primer ministro Yitzhak Rabin –firmante de los Acuerdos de Paz de Oslo y asesinado unos días después– diciendo “llegamos a su auto, ahora iremos por él”, luego de haberle robado una pieza de adorno a su Cadillac. Se supo también que tenía colgado en la sala de su casa un retrato gigantesco del mismísimo Baruch Goldstein. Pues bien, Ben-Gvir es hoy ministro de Seguridad Nacional del nuevo gobierno de Benjamin Netanyahu. Hace unos días se paseó por Jerusalén e irrumpió, acompañado de militares, en la mezquita de Al-aqsa: un mensaje de extrema provocación cuyo antecedente –Ariel Sharon en el año 2000– desencadenó la Segunda Intifada.

Hoy día las alianzas dictaminan por completo la agenda de los gobiernos, independientemente de las ideas por las que son elegidos. Netanyahu, quien se ha atornillado en el poder con un discurso de derecha pura, no necesariamente extremista religioso, tuvo que aliarse con estos reductos del kahanismo para poder conformar gobierno.

Se trata del gobierno más derechista de toda la historia de Israel. En pocas semanas ha sumido al país en varios escándalos internacionales y ha tensionado aún más la ya tensa relación con la Autoridad Palestina. Han comenzado a construir un nuevo asentamiento en la frontera con Ramallah, capital de Palestina; el nuevo ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, que se presenta como un “homófobo orgulloso”, declaró que la limpieza étnica de los palestinos no ha sido lo suficientemente extensa; Yonatan Yossef, concejal de Jerusalén, gritó, caminando por las calles de la parte palestina de la ciudad, “queremos una nueva Nakba”, palabra que conmemora el éxodo del pueblo palestino luego de la creación del Estado de Israel . Por si fuera poco, el gobierno busca sacar un decreto que prohíbe el uso de banderas palestinas en todo el territorio israelí, incluso en aquél que no les pertenece.

Todo esto, sumado a un proyecto de reforma jurídica que busca otorgar más licencias al poder ejecutivo en detrimento del judicial, ha provocado extensas manifestaciones en Haifa y Tel Aviv, bastiones del progresismo israelí, que nos recuerdan que los pueblos no son iguales a sus gobernantes. Cerca de 80.000 ciudadanos, entre ellos judíos israelíes, árabes israelíes y palestinos, han salido a las calles para denunciar la coerción del Estado laico por parte del supremacismo y el radicalismo religioso que busca conquistar de forma violenta el territorio que legítimamente le pertenece al pueblo palestino.

El día que fui a Hebrón era mi último en el Oriente Medio. Regresé a Jerusalén y fui a cenar con mis dos grandes amigos de viaje, uno palestino y otro israelí. Jerusalén era el único lugar de Israel que podía visitar mi amigo palestino, el lugar donde ellos dos podían verse sin temor. Les conté lo que vi en Hebrón y no hicieron ningún comentario. En sus rostros era evidente que habían aceptado una situación aparentemente irremediable. Hoy el futuro es aún más oscuro.

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