Si usted ha ocupado un cargo público o está vinculado con el mundo de los negocios, las artes, la literatura o el deporte, siempre habrá alguien que de forma paciente y perseverante espera que sea alcanzado por el rayo de la desgracia. Sueñan con verle luciendo un vestido a rayas, cabizbajo, caminando encadenado y esposado entre agentes de la justicia. A estas personas no les interesa si alguien es inocente o culpable. Su mayor satisfacción se deriva del escarnio público al que es sometido el otro. Su placer proviene de observar la caída súbita de alguien del pedestal del éxito o de la consideración social.
Este sentimiento morboso, y más común entre los humanos de lo imaginado, es llamado por los alemanes: shadenfreude que significa “la dicha que sentimos por el mal ajeno”. Es el resultado de unir dos palabras germanas: shaden, que significa daño, y freude, que traduce alegría. Ese es el título de un deleitable libro de Richard Smith, profesor de psicología de la Universidad de Kentucky, y un especialista en aquellas emociones que consideramos oscuras como la envidia. Emociones que son tan antiguas como la humanidad misma.
Aunque la envidia es dolorosa, afirma el autor, la shadenfreude es placentera, pues las desgracias que les suceden a las personas que envidiamos transforman el dolor en una alegría muy especial. Esta alegría puede parecer justificada e incluso decente. Las desgracias que sufren los demás aplacan nuestros sentimientos de justicia. Cuantas personas no se frotan las manos al ver sumido en un escándalo financiero al otrora exitoso y reconocido empresario. No falta quien desee ver a su vecino, que ocupa o ha ocupado cargos públicos, llevado por la Fiscalía con las manos esposadas y sometido al escarnio público. Vivimos en un mundo justo donde cada uno obtiene lo que se merece, afirman algunos sin perder de vista los beneficios tangibles o intangibles que podrían obtener de la caída del otro.
Sin embargo, más que las propias conductas de las personas lo que parece mortificar a muchos es su éxito. Los artistas, deportistas y reinas de belleza suelen ser un blanco fácil y apetecible de estas emociones oscuras. El saber que alguien exitoso puede equivocarse nos hace sentir menos desafortunados. Cuando el entrevistador de un concurso de belleza le hace a una encantadora participante la misma pregunta que un profesor universitario le haría a sus estudiantes de filosofía presocrática, muchos saborean por anticipado la inminente catástrofe de su respuesta. Mirar videos con legendarias equivocaciones de reinas de belleza es un placer muy barato. Compararnos hacia abajo, afirma Smith, puede tener un rápido poder curativo.
A muchas personas les irrita en extremo el éxito de los demás. En especial esto ocurre si dicho triunfo lo obtiene alguien del propio vecindario. Algunos seres humanos sobrellevan mejor la desgracia propia que la felicidad ajena. No faltan aquellos que jamás llaman para felicitar a alguien por la obtención de un premio, un ascenso laboral o un reconocimiento público. En contraste, son los primeros en aparecer para transmitir malas noticias o hacer revelaciones perturbadoras amparándose en una supuesta amistad y solidaridad, pero en verdad su principal motivación es la de disfrutar oportunamente de la desdicha del otro. Las parejas en el transcurso de sus ondulantes trayectorias amorosas conocen esto muy bien.
La dicha por el mal ajeno puede ser, sin embargo, una emoción transitoria, que a veces cede el paso al perdón y a la compasión. No hay que demonizar completamente esa emoción sino entender cómo emerge en situaciones competitivas. A todos nos gusta pensar que en nuestro ser habitan las virtudes de Borges, Séneca o Abraham Lincoln. Sin embargo, un amplio espacio de nuestra personalidad puede estar ocupado en realidad por los defectos de Homero Simpson.
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