Federico Díaz Granados
17 Marzo 2024

Federico Díaz Granados

Hace cuatro años

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Algunas veces he pensado que el tiempo de mi vida se mide por cuatrienios. Creo que lo supe desde muy niño porque los eventos que se fijaban en mi memoria, los referentes, eran los eventos que ocurrían cada cuatro años: los mundiales, las elecciones presidenciales en Colombia y Estados Unidos, los juegos olímpicos, incluso, los años bisiestos. 

Cuando debo buscar en mis recuerdos algún dato, la memoria tiene como estrategia ubicar alguno de los eventos mencionados. Es como si fuera un veloz algoritmo natural que ubica el mundial de España 82 con las elecciones presidenciales que ganó Belisario Betancur y el rostro de Luis Carlos Galán en el trazo de Carlos Duque e inmediatamente me sitúa en el colegio, el salón de clase, los Cuentos del amanecer de Hernando García Mejía y lo que ocurrió en mi vida familiar o personal en ese momento. Por ejemplo, la imagen de Maradona levantando la copa mundo en México 86 la asocio enseguida con la victoria de Virgilio Barco sobre Álvaro Gómez, la muerte repentina de mi Tía “Chita Lola” que había sido una segunda madre para mí y por alguna razón esas imágenes regresan con Say you, Say me de Lionel Ritchie de música de fondo. Y son innumerables los ejemplos de recuerdos que son fáciles de ubicar gracias a la medida de los cuatrienios y así cada año de mi vida encaja, en el Excel del cerebro y del corazón en algún cuatrienio. El primer periodo de Bill Clinton coincidió con mis primeros años universitarios y al igual de que un bello noviazgo con una cine clubista lo recuerdo a la par de los juegos olímpicos de Barcelona. 
Pero ¿por qué hoy estoy recordando la importancia de esta medida arbitraria del tiempo en mi vida? Porque hace cuatro años, a mediados de marzo de 2020 yo estaba en los Estados Unidos con mis amigos Fernando y Nieves visitando, y al final, viendo por última vez, al poeta Charles Simic en su casa al lado del laguito en New Hampshire. Posteriormente fuimos a visitar las tumbas de Longfellow, Amy Lowell en Cambridge y de la gran Elizabeth Bishop en el cementerio de Worcester en Massachusetts donde hice el ritual de leer mi poema favorito de ella en señal de gratitud. La poeta nos había enseñado a muchos el “arte de perder”: “Es evidente /que el arte de perder no es demasiado difícil de dominar / aunque pueda parecer (¡Escríbelo!) como un desastre”. Ese viaje terminó con la visita el 11 de marzo en la tarde a la casa amarilla y también la tumba de Emily Dickinson en Amherst.

Por esos días, hace cuatro años, el mundo estaba comenzando a experimentar un estado de alerta por una posible emergencia de salud. Los casos de coronavirus aumentaban a grandes velocidades y no había una política clara de los gobiernos para contrarrestar el contagio. El asunto es que, tal y como lo tenía previsto regresé a Bogotá un par de días después y salí del aeropuerto JFK de Nueva York que sin saberlo nadie, era por esos días el nuevo epicentro del virus en el mundo. Regresé, me confiné y rápidamente me adapté a las plataformas de clases virtuales. Todo era desconocido y nos llenamos de miedo de repente. Hace cuatro años nos íbamos al confinamiento y empezaba una nueva forma de vivir y pensar la vida para todos. 

Hoy recuerdo ese tiempo como una época de incertidumbre, pero, sobre todo, de mucho temor. Los líderes del mundo se contradecían, pero parecía, que, por primera vez, desde el Arca de Noé, estábamos todos encerrados esperando a que pasara el diluvio o la tormenta. Nos juntamos por Zoom, inventamos eventos, clubes de lectura, reuniones familiares y juntas de trabajo virtuales. Otros la pasaron muy mal. Murieron tantas personas cercanas y ajenas, se colmaron las salas UCI y sobrevivimos día a día llenos de terrores. Lavábamos el mercado, y poníamos tapetes con agua y alcohol en las puertas. Empezó “La guerra del Clorox” como diría acertadamente la poeta Andrea Cote en uno de sus poemas. Geles, alcoholes y desinfectantes entraron para siempre en nuestra cotidianidad. Y la vigilancia y restricción de libertades fueron el acuerdo social de ese comienzo de década.
Hace poco encontré muchos de los tapabocas de tela que compramos por esos días y los guardo como un souvenir de un tiempo muy aciago. Cuando los hallé volví por un instante a esos días y sentí otra vez el miedo de 2020. Vivimos la distopia y nos refugiamos en lo que tuvimos a la mano. 

Abundaron los conciertos en línea, recitales, conferencias y cursos que marcaron la pauta de una nueva forma de encontrarnos. Luego llegaron las vacunas y simulamos que todo volvía poco a poco a una normalidad, con nuevos desafíos. Parecíamos prófugos de un mundo que se hacía más pequeño en el que la ciencia, las ideas, el arte y lo místico encontraron caminos paralelos de conversación. 

Han pasado cuatro años de todo aquel desastre y mi viaje a la casa de Emily Dickinson (quien se confinó voluntariamente los últimos veinte años de su vida) y la lectura en la tumba de Elizabeth Bishop fueron la antesala de ese “arte de perder” que se venía para todos porque todos perdimos. La distopía sigue. No estamos exentos de una nueva pandemia o de que estalle la tan amenazada guerra nuclear. La crisis climática es cada vez más grave y parece inminente un auge de los nuevos fascismos ante el fracaso de las democracias. Aquel paréntesis que significó la pandemia para muchos o esa pausa que detuvo el mundo por un momento nos dejaron inmensas lecciones que al parecer no aprendimos. 

Parece lejano ese año 2019 y es que como si hubiéramos vivido en otro mundo, otra vida, ahora será una nueva medida del tiempo de muchos: antes de pandemia o después de pandemia. Es común que surja en una conversación la pregunta ¿cómo te fue en pandemia?  Aquellos tapabocas que encontré trajeron nuevamente noticias de ese tiempo en el que un virus nos recordó que la que estaba verdaderamente enferma era y sigue siendo la sociedad en la que, como dijo el papa Francisco en aquella Semana Santa de 2020, “creímos estar sanos en un mundo enfermo”. 
 

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