Gabriel Silva Luján
27 Febrero 2023

Gabriel Silva Luján

¿Hacia dónde va la democracia?

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Después de la caída del Muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética, se asentó la creencia de que estábamos ante el triunfo definitivo de la democracia. Analistas y políticos proclamaron a los cuatro vientos que había llegado el fin de la historia. Parecía inevitable que el sistema político basado en los derechos humanos, las libertades individuales, la participación ciudadana y la división de poderes se impusiera universalmente. Esa ilusión de supremacía de la democracia duró más bien poco.

Hoy hay un consenso bastante amplio de que la democracia liberal está amenazada y corre peligro. El modelo político que ha regido no solo a Occidente sino también a buena parte del mundo está siendo desafiado desde diferentes flancos. Y no es precisamente una ofensiva que venga de las fuerzas contestarias o insurreccionales que con las armas o la revolución quieran acabar con los regímenes democráticos. Es la misma democracia la que anida a sus propios enemigos.

El nacionalismo, la ultraderecha y la xenofobia en Europa van en ascenso. Los supremacistas blancos y los neonazis hoy definen elecciones y tienen un espacio de poder significativo en la política estadounidense. Las extremas populistas -tanto de izquierda como la derecha- usan los canales democráticos para acceder al poder y luego se camuflan con procesos pseudo-constitucionales para instaurarse indefinidamente en el poder. Ahora incluso en Israel, hasta hoy bastión de la democracia liberal, el populismo religioso fanático también quiere subyugar al poder judicial. Todo esto ha sido analizado con detalle y profundidad por Steven Levitzky y Daniel Ziblatt en su ya icónico libro Cómo mueren las democracias. Ellos concluyen con contundente evidencia que este nuevo libreto del populismo es la peor amenaza a las democracias y que además se está generalizando en el mundo.

América Latina no es la excepción en esa tendencia de hostilidad hacia la democracia liberal. La amenaza de desconocer elecciones legítimas viene de la izquierda y de la derecha. Los intentos por cambiar las constituciones para perpetuarse pululan a lo largo y ancho de la región. También en Brasilia, como en Washington, las turbas animadas por los caudillos asaltan los poderes públicos. En Perú, el presidente Castillo da un golpe de Estado para cerrar un Congreso que lleva tres intentos de derrocarlo. En México el Gobierno logra aprobar una reforma que vuelve al poder electoral un títere del Ejecutivo.

Y en ese contexto de deterioro regional y global de la democracia, cabe preguntarse hacia dónde va la democracia colombiana. Desde la Constitución de 1991 la sociedad colombiana ha avanzado como pocas en la consolidación de una democracia liberal, sin negar los protuberantes desafíos que aún persisten. La primera prueba ácida para dicho régimen constitucional fue el intento del populismo de derecha de perpetuarse en el poder, en cabeza de Álvaro Uribe. A pesar de los intentos de deslegitimar al poder judicial fue la división de poderes la que frenó esos designios autoritarios.

La llegada al poder del primer gobierno de izquierda en Colombia, en cabeza de Gustavo Petro, debería ser motivo de inmensa alegría para todos los demócratas. Que la democracia colombiana posibilite y valide que un exguerrillero con ideas radicales gane las elecciones sería plena confirmación de la vitalidad de la democracia colombiana. Uno de los estándares decisivos para evaluar la calidad de una democracia es la transición pacífica del poder en particular entre partidos o grupos ideológicamente antagónicos. Esa prueba ya ni siquiera la pasa los Estados Unidos.

Las inquietudes sobre el futuro de la institucionalidad democrática en el país surgen precisamente de que las actitudes políticas, aspectos de las reformas propuestas y el manejo de la administración pública del actual Gobierno apuntan en la dirección de un patrón similar al que describen Levitzky y Ziblatt. Desde el balcón de la Casa de Nariño el primer mandatario anuncia que pasará sus reformas en “la calle” si el Congreso no le hace caso. Es la línea típica del populismo de argüir que el “pueblo” está por encima de las instituciones. 

En su política de “paz total” hay una expropiación de funciones del poder judicial y una suplantación de la autoridad de los jueces. Los proyectos de ley del Plan Nacional de Desarrollo, de la reforma a la salud, en la reforma a la justicia y la ley de sometimiento están salpicados de facultades extraordinarias y poderes excepcionales que se asemejan cada vez más a una “ley habilitante”. El autoritarismo necesita gobernar sin contrapesos. Las posiciones del partido de gobierno y de su jefe Gustavo Petro frente a la oposición, la libertad de prensa, el Estado de derecho y la división de poderes incitan a cuestionamientos sobre el compromiso del Gobierno con la plena vigencia de la Constitución y la democracia colombiana.

Sin duda, también existen las inquietudes sobre el comportamiento de la oposición de la derecha, en particular sobre su lealtad con la democracia cuando en el pasado han incurrido en intentos de distorsionarla o interferir en la independencia de los poderes públicos. Cabe preguntarse incluso si, ante las transformaciones radicales que pretende Petro, los intereses económicos y políticos mantendrán posiciones de acatamiento a la institucionalidad. Queda así más que justificada la pertinencia y la urgencia de la pregunta que nos plantea el foro de CAMBIO que se realizará el 1 de marzo entrante: ¿Hacia dónde va la democracia?

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