El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, quien según la mayoría de las encuestas tiene un rechazo ciudadano de alrededor del 80 por ciento, parece empeñado en repetir la historia de 2018, cuando fue reelegido durante unos cuestionados comicios de los que habían quedado excluidos los principales candidatos de la oposición.
Maduro ha dado varios pasos para crear de nuevo el escenario político-electoral de hace seis años. El último de ellos fue la semana pasada, cuando desconoció el Acuerdo de Barbados, que había suscrito en octubre con la opositora Plataforma Unitaria y que sentaba las bases para que la elección presidencial de este 2024 -que tendrá lugar en el segundo semestre- le diera garantías a la oposición, tuviera un censo electoral actualizado y contara con observación internacional.
Ya el 26 de enero, el Tribunal Supremo de Justicia de ese país, que está controlado por Maduro, había ratificado la inhabilitación de la candidata presidencial de la Plataforma Unitaria, María Corina Machado. En unas primarias en las que participaron 2,3 millones de venezolanos, ella había obtenido el 92 por ciento de los votos.
Cada vez está más claro entonces que Maduro y los miembros del régimen autocrático que encabeza no están dispuestos a perder el poder. Y que el hoy presidente de Venezuela está actuando para “ganar por las buenas o por las malas”, como lo dijo el pasado 4 de febrero al referirse a las elecciones presidenciales de este año.
Hasta ahora, el presidente Gustavo Petro ha guardado un prudente silencio ante la sucesión de atropellos de Maduro contra opositores, voces críticas y dirigentes sociales, pero está llegando un momento en el que ese silencio es insostenible.
No será sencillo porque, para Colombia, y para Petro en particular, están de por medio posiciones políticas, intereses y la vecindad con Venezuela.
En 2018, las irregularidades en la elección de Maduro provocaron el rechazo de la Unión Europea, organismos de la ONU, y una buena parte de América Latina. Incluso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), un organismo que Petro respeta, señaló que el proceso “no contó con las mínimas condiciones para la realización de elecciones libres y justas”.
Y en 2019, Iván Duque optó por una abierta confrontación con Maduro al reconocer al político opositor Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela. Nuestro inexperto mandatario fue más papista que el papa y se mostró más beligerante que el entonces presidente estadounidense Donald Trump, quien al final lo dejó solo en su cruzada antimadurista.
Como consecuencia de esa posición, los gobiernos de Colombia y Venezuela no tuvieron ningún tipo de contacto durante años. Asuntos cruciales, como la migración de venezolanos a nuestro país y el uso del vecino territorio como retaguardia estratégica de los jefes del ELN y de disidentes de las Farc, quedaron sin posibilidad alguna de ser tratados por las diplomacias de ambas naciones. Además, los pasos fronterizos permanecieron cerrados durante esos años.
Maduro, mientras tanto, siguió anclado al poder.
Por eso fue apenas lógico que, en unas de sus primeras actuaciones como presidente, Petro reanudara las relaciones diplomáticas con Venezuela, que estaban rotas desde febrero de 2019.
Se reactivó entonces el diálogo sobre migración –se ha mencionado un “plan retorno” de venezolanos radicados en Colombia-- y sobre seguridad. Y Maduro juega un papel en el diálogo de paz que mantiene Petro con el ELN y disidencias de las Farc, que operan en ambos lados de la frontera.
Sin duda, estos hechos convierten a Venezuela en el principal desafío para Colombia y para Petro en materia de política exterior. Pero tarde o temprano, el presidente colombiano tendrá que romper el silencio y asumir una postura coherente con los principios que él ha defendido toda su vida. La indiferencia y la ambigüedad, en este caso, no son opción.