Los incendios de coberturas vegetales, sean bosques, sabanas o páramos, son muchas veces creados intencionalmente por intereses sobre el cambio en el uso del suelo y la apropiación de las tierras y bosques públicos. Colombia repite año tras año la tragedia de los incendios descontrolados y parece no aprender: ¿o no quiere?
Veamos el contexto: el año pasado se registraron las temperaturas más altas del planeta desde que se tiene un seguimiento formal. El fenómeno de El Niño había sido anunciado con meses de anticipación por la Nooa y el Ideam. El Gobierno había solicitado la declaración de emergencia climática en regiones como Guajira. Arrancó el año y los cielos empezaron a mostrar que la temporada de “verano” avanzaba en todo el territorio.
Es decir, menos lluvias, mayores temperaturas, más días consecutivos secos, inversión térmica en las noches y heladas en las madrugadas, disminución de caudales en ríos y aguas superficiales.
En Colombia, esta época trae costumbres muy arraigadas. En las sabanas de la Orinoquia se quema para que los herbazales se renueven, pues al acumular tanta “fibra” en el verano, el ganado no la consume. Ese manejo del fuego, que ha tenido siglos de conocimiento local, sumado a los manejos ancestrales de indígenas que permitían ese balance entre sabanas, bosques de galería, matas de monte, zurales, médanos, lagunas, entre otros paisajes, se ha venido perdiendo ante ese voraz apetito por cambiar el ecosistema natural de sabana y convertirlo en zonas agropecuarias intensivas. Cada año, cientos de morichales y bosques aluviales se pierden por incendios intencionales, que ven en esa vegetación un estorbo en la homogenización del paisaje agropecuario.
Arroceras, ganaderías, plataneras, palmeras, caucheras, y obvio, cocales, le ganan año a año el pulso a los remanentes de bosques en la Orinoquia. Cada año se queman indiscriminadamente miles o quizás millones de hectáreas de sabanas; a pesar de ser un ecosistema originalmente moldeado por el fuego, y de allí la existencia de especies pirófilas, como es el caso del maravilloso “Chaparro” y de muchas otras más. Lo que sucede es un proceso acelerado de transformación de sabanas en paisajes agropecuarios de baja biodiversidad y fuerte impacto en la regulación hídrica, sin desdeñar el impacto en la calidad del aire de medio país, que se traga el material particulado impulsado por los vientos alisios en esta época del año (solo Bogotá y Medellín –¿qué pasará en el resto del país? – hacen registro de calidad del aire, que tristemente se suman a las epidemias de enfermedades respiratorias de esta época). Según datos de institutos de investigación, hasta 50 Ton de C pueden ser liberados por hectárea de sabanas naturales; pensemos entonces lo que se libera a la atmósfera en este periodo de “quemas”…
Yendo un poco más al sur, nos topamos con la tragedia amazónica. Después de un 2023 en que el EMC ejerció control sobre las quemas y tumbas de bosques, encontramos que en 2024 hay un aumento del 200 por ciento en estos primeros 25 días del año respecto al anterior. Quemas, en Vistahermosa, Mapiripán, Guaviare, la Macarena, el Yari-Yaguara, se observan en las imágenes del sistema Copernicus de la Unión Europea, en tiempo real. Estos incendios son, en su mayoría, sobre bosques que han sido tumbados previamente, meses atrás, y ahora se queman para preparar los terrenos para sembrar pastos antes de que empiece la época de lluvias y pronto estén listos para engordar novillos, o meter las vacas de cría que han llegado por millones en estos últimos años. También suma a la lista de zonas quemadas, pastizales viejos en suelos degradados que se “renuevan” con las quemas; rastrojos, que serán usados para meter nuevos potreros; pedazos de bosque para meter cocales que ayuden en la economía de pequeños campesinos, o los emporios industriales que están bien definidos en zonas con restricción ambiental. Es bueno señalar que también se da la tumba y quema de zonas para cultivos de comida para autoconsumo, de la cual dependen miles de familias, ante la inexistencia de mecanismos para subsidiar el encalamiento de suelos en estas tierras de oxisoles y ultisoles.
En los últimos años, un área 100.000 veces superior a lo visto en estas semanas en los cerros de Bogotá ha sido quemada, temporada tras temporada. Se pierde la diversidad más importante del planeta, se disminuye la capacidad de retención de humedad en los suelos, así como la evapotranspiración y el gran flujo de ríos voladores. En los páramos, las vacas, las papas, los invernaderos acechan y, con ellos, el fuego. Lo de Santurbán es perturbador. Tristemente, es sólo un caso de muchos más en este mismo instante.
Los alcaldes, gobernadores, institutos, corporaciones, todos, absolutamente todos, lo saben. No es nuevo. Pero el poder económico de la apropiación de tierras pasa rampante por encima de cualquier consideración de interés ambiental general. Los incendios de coberturas vegetales, sean bosques, sabanas o páramos, son primordialmente creados con intensión por intereses sobre el cambio en el uso del suelo y la apropiación de las tierras y bosques públicos.
¿Qué se necesita para cambiar la tendencia? El manejo integral del fuego no es un asunto de apagar incendios. Requiere acciones legales que lo desestimulen, así como mecanismos de corresponsabilidad institucional en las gobernaciones y municipios; requiere un cambio radical en la asignación presupuestal de las agencias del sistema nacional ambiental y cuerpos de bomberos, Unidad de Riesgos, y creación de un Servicio Nacional Forestal (que los honorables congresistas echaron a la basura en la anterior legislatura. Hay que volver a presentar la iniciativa, a ver si el humo en el Capitolio los ablanda ). El servicio aéreo de atención de incendios debe incrementar su número, capacidad y tecnología de aeronaves, operadores (incluyendo la vigilancia nocturna en zonas “cantadas” de incendios) y sistemas de monitoreo en terreno, entre otros temas. Hay una cantidad de aeronaves de fumigación de coca que pueden prestar apoyo, así como las mentadas Guacamayas.
La transformación de paisajes forestales con alto riesgo, como las plantaciones de pino en los cerros, debe ser una prioridad, dándole espacio a los grandes equipos de restauración que tiene el país, como es el caso de la Red Colombiana de Restauración Ecológica, y universidades, como la Javeriana, Nacional y los Andes. La restauración, ojo, no reforestación, tiene dolientes idóneos, y no se debe caer en los cantos de sirena de “influencers”, “youtubers”, políticos, y demás fauna que aprovecha la crisis.
Para cerrar, esta historia no es juego. La cultura pirófila debe combatirse; la restauración, promoverse. Los suelos afectados recuperarse para el bien público. Este país es duro de roer, y a veces solo cede en medio de la crisis. Ojalá haya opción de revertir la historia.
¡Cese al fuego contra la naturaleza!