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No le va a alcanzar la efectivísima oficina de propaganda que tiene a su disposición para lavar la imagen que se ha forjado en apenas diez días, además, porque al otro lado del mundo hay una oficina de propaganda igual de efectiva. Todo hay que decirlo.

No le van a alcanzar los tacones que ha usado para verse más alto porque ha dejado grabada su pequeñez con letras de sangre escarlata, invisiblemente tatuada no en su firme pecho –que también ha lucido– sino en su amplia frente de mentiroso.

No habrá epíteto suficiente para espetarle. No existirá palabra que resuma el odio despertado. No habrá calificativo para agregarle a su particular apellido. No será posible expresarle, al menos no de forma castiza, el dolor causado por cuenta de su calculada paranoia, de su infinita megalomanía, de su fingida locura. No le funcionará seguir insistiendo en que lo suyo era una guerra preventiva.

¿Guerra preventiva? Sí, claro, como la de Hitler cuando atacó a Polonia con sus stuka y la arrasó casi por completo con sus pánzer, de donde salió con millones de judíos muertos encima.

¿Guerra preventiva? Sí, claro, como la de Yamamoto que, en menos de dos horas, destruyó Pearl Harbor y mató a más de 2.000 estadounidenses.

¿Guerra preventiva? Sí, claro, como la de Truman, que en menos de tres días desató el infierno y calcinó a 200.000 japoneses, unos miles más unos miles menos qué importa, para acabar de ganar una guerra que ya estaba ganada. La venganza había sido consumada.

¿Guerra preventiva? Sí, claro, como la de Bush que –buscando armas de destrucción masiva que sabía que no había– preventivamente destruyó Irak.

Todos tan preventivos, tan profilácticos, tan preservativos, como en la Universidad de Milano-Bicocca, donde –de manera preventiva– decidieron cancelar el curso sobre la obra de Dostoievski, oigan esto, “para evitar controversias en un momento de fuertes tensiones”.

Y uno pensando que es en las universidades donde se aprende a controvertir. Vivo equivocado.

Por fortuna, esta vez los cuerdos se impusieron porque a los dos días, el centro de pensamiento echó para atrás la decisión. “Hoy día, no solo está mal ser un ruso vivo en Italia, sino también ser un ruso muerto”, dijo el profesor.

Preventivo también resultó un florentino preocupado por su hermosa ciudad que le pidió al alcalde retirar la estatua del escritor ubicada en un parque de Florencia, como si hubiera cometido un crimen y ese fuera su castigo, cultura de la cancelación que llaman ahora. “El enemigo es el dictador, no la cultura rusa”, respondió. De acuerdo, alcalde.

Y henos aquí, ante el preventivo de los preventivos, determinador, autor y coautor de esta desigual guerra que armó, dizque  preventiva, dizque para mantener lejos a la OTAN, como si los misiles o los cazas o los cohetes no pudiesen surcar los cielos, dizque para tumbar a un régimen de genocidas, neonazis y drogadictos, manejado por un presidente judío, nieto de un líder de la Resistencia.

Nadie, ni su pueblo, ni sus amigos, ni sus enemigos, nadie lo perdonará. Su nombre quedará en la historia de los verdugos, como el del que mató a su propio pueblo de hambre para engordar a la patria, o el del miserable que se llevó 70 millones de sus compatriotas con un Gran Salto Adelante, o el del emperador enriquecido con el trabajo esclavo de más de 10 millones de congoleños. Imposible nombrar a tanto sanguinario.

No le va a alcanzar el tiempo para arrepentirse de ordenar la toma a sangre y fuego del país vecino, que ya cuenta más de 3.000 muertos, por balas cruzadas, por bombas inoportunas, en combate, por la espalda, a sangre fría, como sea, muertos al fin y al cabo, sometiendo a las ciudades lentamente, cortándoles el agua, la luz, la calefacción, acabando con más viejos, más mujeres y más niños, niños como su hermano que enfermó y nadie pudo ayudarlo durante el asedio de los nazis a Stalingrado. Qué ironía.

No lo olvidarán sus soldados rasos porque les vendió la historia de que serían héroes de una guerra libertadora, de donde saldrían hechos hombres, con medallas en el pecho, con historias por contar a sus hijos, que tendrían luego de conquistar a sus novias, a las que embelesarían con épicas narraciones de batallas por la libertad de su gran patria, amenazada por un cómico devenido en dictador que se resiste a abandonar a su país. Y no se dan cuenta que la dictadura está en casa.

Y los reciben niños como ellos, como esos cuatro de una imagen que circula con un pie de foto que pronto será obituario: “Voluntarios ucranianos de 18 años van a la guerra en Kiev. Tres días de entrenamiento y estarán en primera línea”.

Describo el retrato: llevan el fusil en la mano, calzan sus zapatillas nike como botas, sus cómodos joggers como camuflaje, sus abrigadas chaquetas north face como blindaje, sus canguros amarillos como alforja, sus sombreros de pesca como casco, sus maletas terciadas como morral, sus rodilleras de skater como blindaje.

Tienen caras muy bonitas, aún lampiños adolescentes esperando con ansias la llegada de la madurez, de esos que todavía piden permiso para salir de casa, y ahora –por cuenta de los preventivos– carne de cañón. Ojalá vean la foto porque van a morir.

El concepto de preventivo es muy popular entre los seguidores del dictador. Como los Lobos de la noche, un numeroso club ruso de motociclistas que rueda en sus hermosas Harley, pregona el amor por su patria, el odio por sus homosexuales y la idolatría por su presidente quien, además, de vez en cuando monta con ellos. El paroxismo total.

Me pareció una horrible coincidencia del destino encontrar que su apodo oficial, cuando está a bordo de una de estas poderosas máquinas, es el de Abadón, justo el nombre que aparece en ese releído pasaje del Apocalipsis que narra el cataclismo que ocurre cuando cada uno de los siete ángeles toca la trompeta, hasta que llega el quinto y envía una legión de langostas que parecen caballos: “Sobre ellos tienen como rey al ángel del abismo, cuyo nombre en hebreo es Abadón…”. Capítulo nueve, versículo once, por si no me creen.

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