Velia Vidal
15 Abril 2022

Velia Vidal

El amo de la manigua

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El avión despegó de Bahía Solano, el piloto explicó que el plan era girar a la derecha para cruzar el Atrato y después aproximarse a Medellín por el sur. Casi siempre lloro cuando salgo de mi pueblo, especialmente si me demoraré en volver, pero quizá por la compañía o porque los sucesos de los días anteriores me dejaron el alma llena y tranquila, esta vez solo me dediqué a apreciar el paisaje, primero a intentar fijarme en la retina el color de la bahía que más amo, después vinieron las nubes, sello de la humedad que respiramos, luego el Atrato apareció imponente y tomé una foto en la que el río es el centro: once meandros surcan la selva mientras las nubes flotantes hacen de marco. Se notan las ciénagas, una muy grande a la derecha del río, quizá sea Tadía. La selva luce intacta. El cuadro me hizo recordar el Diario del Alto San Juan y del Atrato, de Eduardo Cote Lamus (Fundación Simón y Lola Guberek, 1990): “El río es mil veces un arco, porque el río no es solo el andar, el oro del fondo, el platino del subfondo, el verde compacto de las riberas: es el Rey de la selva (…) el río es el amo de la manigua”.

Cuando aterrizamos en Medellín entró a mi teléfono el mensaje de un amigo escritor, a quien se me ocurrió enviarle como respuesta la imagen que tomé minutos antes, porque sé que quiere conocer el Atrato. “Es como el cuadro del maestro Ariza”, respondió. Se refería a la obra Aserríos del Chocó, que hace parte de la colección de arte del Banco de la República desde 1972 y fue elaborada en 1956. Nos sorprendimos de las similitudes entre el cuadro y la foto a pesar de tantos años de diferencia. La selva aún se sostiene, dijo mi amigo, aunque tantos le han querido meter el diente, incluso algunos anglosajones que se jactan de estar entre los buenos, reconocidos por su filantropía millonaria. Todos son buenos hasta que tienen la oportunidad de convertir la belleza en dólares, le respondí. 

Durante los días de Semana Santa las dragas se detienen en el Chocó, un respiro para los cuerpos de agua. En tan pocos días se logran volver a apreciar cristalinos algunos cauces que la extracción constante de oro mantiene turbios. El daño a la selva, sin embargo, no se recupera. Los bordes y orillas borradas o el monte arrancado no se restauran en cinco días, ya nunca quizá. El mercurio arrojado a las aguas no se evapora entre la muerte y la resurrección de Jesús. Las llagas seguirán en los mismos lugares donde, como diría Cote Lamus, “el río no es la mano cordial, sino la piel de un abrazo receloso; el agua es pesada, dolorida por la draga”. Un asunto que involucra, entre otros, a canadienses, suizos, chinos, brasileños y estadounidenses; cuya responsabilidad recae en los colombianos, en especial en un Estado cómplice y en sus administradores, incapaces también de ver la belleza sin caer en la tentación de convertirla en ese dinero que vomitan los proyectos destructivos.

Cuando un dragón entra al río Quito, antes de sacar su primer grano de oro y de arrancarle la belleza a la manigua y la riqueza a su rey, mucha plata ha corrido por los bolsillos de autoridades de todos los rangos. Así que este debería ser un tema importante en la agenda de quienes aspiran a ser presidentes de Colombia, tratado sin hipocresías, con un auténtico interés en la sostenibilidad y el bienestar de las comunidades que han habitado esta selva por siglos, las verdaderas responsables de que se conserve lo que queda, las que podrían también, en la práctica y con el respaldo estatal, asegurarse de que en otros 55 años se pueda aún replicar el cuadro de Gonzalo Ariza.

Río Atrato

 

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