Velia Vidal
18 Febrero 2022

Velia Vidal

El chigualo que falta

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Celia tenía 27 años cuando fue internada en el Hospital San Francisco de Asís, en Quibdó, con ocho meses de embarazo y una presión arterial altísima que la llevó a una preclamsia grave, poniendo en riesgo su vida y la de su bebé. Durante la hospitalización de casi un mes, su hermana tuvo que llevar todo: el papel higiénico, los medicamentos, un ventilador, las sábanas y hasta el agua. Por esos mismos días Eurania seguía trabajando en su puesto de enfermera, pero estaba desesperada porque ya llevaba casi diez meses sin pago. Era 1990 y no existía aún la Constitución del 91, de modo que Colombia seguía en los tiempos del silencio racial: Ese período posterior a la abolición de la esclavitud en el que los países latinoamericanos desconocieron la existencia del pueblo afro, invisibilizaron las desventajas de los descendientes de los esclavizados y masificaron la idea de que se vivía en igualdad, no había racismo y además todos éramos mestizos (Mito de la igualdad racial). Así que las condiciones de salud del Chocó, donde la mayoría de la gente es afro e indígena, no eran un asunto de interés nacional.

La Constitución de 1991 trajo el reconocimiento del pueblo afro en Colombia y abrió la puerta a la formulación e implementación de políticas de acción afirmativa, es decir, medidas diferenciales para cerrar la brecha en la garantía de derechos a las poblaciones que, evidentemente, venimos de una larga historia de marginalización. 

En estas últimas semanas el Hospital San Francisco de Asís volvió a ser noticia porque nuevamente explotó la crisis. Protestas de los empleados por el no pago de sus salarios, ausencia de insumos para atender a los pacientes, deudas que sobrepasan los ingresos… Una crisis vieja, y que, al contrario de lo que nos han hecho creer en las constantes repeticiones, no se reduce a un asunto financiero y administrativo, ni es resultado exclusivo de malos manejos y corrupción de los chocoanos. 

El caso del San Francisco pone en evidencia lo que se conoce como racismo estructural y además ha dejado ver otras formas de racismo que frecuentemente afectan a los afro e indígenas del Chocó, como la estigmatización como corruptos e incompetentes, la infantilización al insistir en que no somos capaces ni de administrar bien un hospital y la mirada vertical que se desprende de tratar con conmiseración un asunto de derechos humanos. 

El Estado ha desconocido la historia, las brechas, las desventajas con las que el departamento llegó no solo a la Constitución, sino a la Ley 100 de 1993. Desconoce además que las condiciones educativas, de infraestructura y ambientales del Chocó ponen a sus habitantes en unos riesgos de salud particulares. Y que al tratarse de una población en la que el 76 por ciento es racializado, tal desconocimiento es racismo estructural.

La salida del más reciente interventor asignado por la Superintendencia de Salud, en medio de un panorama administrativo igual o peor al que recibió, indica que la solución a los problemas del hospital no se reduce a que un médico blanco-mestizo de otra región del país esté al frente. No es la primera vez ni el único caso en que los chocoanos, víctimas en el problema, somos responsabilizados y culpados bajo la lapidaria y estereotipada frase “es que allá todo se lo roban”, desconociendo que, en muchos de esos casos, la responsabilidad ha estado en organismos del orden nacional. 

Para completar el cuadro racista, esta última crisis se convirtió en un tema de redes sociales e influenciadores, quienes con la mejor intención donaron mercados para los empleados y se expresaron públicamente sobre la necesidad de voltear la mirada hacia el Chocó. Esa misma mirada vertical es que la nos sigue poniendo en el lugar de inferioridad, perpetuando el sistema de creencias racista que asimila a los chocoanos con pobreza y necesidad de caridad.

El acceso a la salud de los habitantes del Chocó y las condiciones laborales de los servidores del sector no puede tratarse como una obra de caridad. Es un asunto de derechos y merece una acción afirmativa con soportes de sobra, enfocada no solo en que el hospital brinde condiciones dignas a los habitantes del departamento, sino que tenga programas especiales para enfermedades tropicales, accidentes ofídicos y atención remota en salud, por mencionar solo algunos, acordes con las condiciones reales de este territorio.

Un hospital en el que las mujeres puedan tener sus hijos dignamente, sin riesgo de perderlos a ellos y su propia vida; no este donde la única que parece poder parir con dignidad es la gata que tuvo su camada en el cielorraso del área materno infantil en 2017 y bajaba a cazar lo ratones que abundan en el San Francisco, mientras Yissel besaba en esa misma sala a su segundo hijo.

Celia, al contrario de Yissel, no pudo abrazar a su hijo: mi hermano Juan David. Él nació muerto debido a la preclamsia de mi mamá. Mi tía sí abrazó su cuerpo, cuando lo recibió tiradito en una mesa cualquiera, en lo que se suponía era la morgue del hospital. No hubo tiempo de rituales. A ese angelito, como le dirían nuestros mayores, le quedamos debiendo un altar de flores y un chigualo. 

Y al San Francisco le debemos el ritual de desmontar nuestro racismo y atender el asunto como lo que es, una cuestión de vida o muerte.  

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