Daniel Schwartz
5 Abril 2022

Daniel Schwartz

Las tradiciones que importan

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Nunca encontré mucho sentido en llamar “tibios” a aquellos que no comulgan con las propuestas de Gustavo Petro ni con las del que diga Álvaro Uribe. Agradezco que ese calificativo ya no resuene con tanta fuerza como antes, que ya no exista esa reducción facilista que nos impidió a muchos comprender la naturaleza del centro político. Para mí, “tibio”, además de un calificativo burlón que describe a quienes no promulgan con Petro, es aquel que no sabe qué decisión tomar porque ve cosas buenas en ambos extremos, alguien que puede ser frío o caliente, y creo que ese no es el caso del centro en la política. Sergio Fajardo, considerado por muchos “el rey de los tibios”, tampoco es tal, sus posiciones nunca han sido temerosas; por el contrario, ha sido intransigente e inmutable, y su voto en blanco en la segunda vuelta de 2018 es prueba de eso.

Por eso agradezco que el concepto de tibieza cada vez haga menos ruido en nuestro argot político. Sin embargo, eso no significa que no podamos resaltar la torpeza política del denominado “centro” (sí, entre comillas). A diferencia de lo que podría ser un tibio, el centro es la negación total de los extremos. Y es en esa construcción identitaria a partir de la negación en donde veo su mayor problema: el centro en Colombia existe en tanto otro sea, y en la política, quien teme ondear sus propias banderas, pierde por aburrido y por inocente.

Esa negación que es el centro, al final, es una negación de la tradición política, es decir, una negación de la historia del país. Es creer que se puede hacer política sin banderas, sin historia, creer que los políticos pueden representarse a sí mismos y que no vienen de ningún lugar. Y ahora hemos visto que ese discurso, el de diferenciarse, el de desmarcarse en cuanto sea posible, ha llegado a su techo: los resultados de las elecciones para Congreso y consultas castigaron a quienes creen que en la política importan más las formas que el contenido. Estas elecciones fueron un nuevo castigo a la Ola Verde de 2010, que encontró un empujón en el ya desteñido Partido Verde. Fueron también un castigo a esa supuesta política de la renovación, la que hace las cosas de manera independiente, volanteando en las calles de las grandes ciudades. Un castigo de los electores a esa manera de hacer política que se cree original y modernísima, pero que ha demostrado, fracaso tras fracaso, que no sirve para llegar a la Presidencia, que no son suficientes la decencia y la honradez.  

Ese miedo a identificarse con una tradición política es, como dije antes, una ingenua –y a veces vanidosa– negación de la historia política del país. Es, en últimas, la negación del pasado. Aquellos políticos que creen representar una renovación de la política están borrando de raíz los afectos y las filiaciones populares a ciertas tradiciones, colores y discursos que se han construido en el tiempo. 

Veo en el centro un fuerte recelo a decirse liberal, quizá por miedo a ser asociado con el Partido Liberal, pero sobre todo porque, para los políticos del centro, tan modernos y tan de ciudad, el liberalismo y el conservadurismo son ideas anacrónicas. Pues no, no lo son: basta con ver las altas votaciones que tienen el Partido Liberal y el Conservador por fuera de las ciudades, eso que el mismo centro llama “la Colombia profunda”, para darse cuenta de que aunque ya no haya bipartidismo, el azul y el rojo siguen importando.

Probablemente, si el centro dejara de llamarse centro y se aceptara como lo que es, es decir liberal, podría hacer mella y llenar las plazas de los pueblos. Si el centro viera que el pasado no es lo que ya fuimos, sino también lo que podríamos ser (siempre hay cosas del pasado que merecen rescatarse, porque el pasado no es una pesada cadena sino una posibilidad), algún chance de triunfo tendría. Hurgar en la tradición no significa ser tradicionalista o demagogo. Puede ser, por el contrario, supremamente vanguardista y en conexión con los sentimientos populares que muchos colombianos han heredado y que siguen sintiendo a flor de piel. 

Suena trillado y grandilocuente, pero el peso de la historia sí existe y es vital para hacer política. El centro, que ante el deterioro moral del Partido Liberal debería ondear con fuerza esas banderas, observa impasible cómo Gustavo Petro se las roba. Es el candidato del Pacto Histórico quien, precisamente, mejor entiende la historia: sin la torpe representación filial que hacen los Galán o Enrique Gómez, Gustavo Petro es el único que ha logrado con éxito traer el pasado político al presente. 

Nos cuesta trabajo distinguir la tradición política partidista en el discurso de Petro porque lo reconocemos como un caudillo, y quizá esa es la tradición política de la que hace parte, el caudillismo latinoamericano. Sin embargo, ha logrado apropiarse de las que llamó, con unas copas de más, “las banderas rojas del liberalismo”. Se apropió con sagacidad, buen criterio y un profundo conocimiento de la historia política (que es también la historia de los sentimientos), de una base electoral que, por lógica, debería pertenecer a los liberales del centro. Si fuéramos justos, figuras como López Pumarejo o Lleras Restrepo, a quienes Petro menciona en sus discursos, son mucho más afines a las ideas de Fajardo, Galán, De la Calle o Cristo. Es un pesar que estos dos últimos, De la Calle y Cristo, que llevan años militando en las ideas liberales, ya no son vistos como políticos liberales si no como miembros del centro negacionista de las tradiciones políticas. 

Si una tercera fuerza quiere pisar fuerte y ser una opción atractiva por fuera de la dicotomía a la que parecemos condenados, tiene que identificarse y presentarse como lo que es y no desde lo que son sus contendores. Hay algo que tienen que entender estos políticos liberales, pues me niego a seguir diciéndoles centristas: ondear unas banderas liberales, respetar y entender la potencia de la tradición no tiene nada de populista, polarizante o incendiario.

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