Daniel Schwartz
8 Marzo 2022

Daniel Schwartz

Los nuevos parias

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La guerra que comenzó a librarse en Ucrania ya no es solo la de los disparos y los bombardeos. También se libra la guerra de las sanciones y bloqueos, con un ingrediente cultural que nos recuerda la Guerra Fría. Vemos en las redes sociales el inicio de una guerra económica que, como muchas veces en la historia, es también una guerra cultural por enaltecer lo propio en detrimento de lo ajeno.

Al mismo tiempo en que bancos, servicios de streaming, redes sociales y todo tipo de empresas anunciaron el cese de operaciones en Rusia, ocurrieron las primeras represalias contra los rusos en el exterior, muy a tono con la llamada “cultura de la cancelación”, neologismo utilizado para referirse al fenómeno, cada vez más extendido, de retirar cualquier tipo de apoyo o consumo a una empresa, movimiento o individuo que hizo o dijo algo que se considera inaceptable. En redes sociales vimos noticias sobre individuos rusos retirados de sus cargos por el simple hecho de ser rusos.

Pero de todos estos casos, resaltan aquellos de artistas, deportistas, compañías artísticas y delegaciones de deportistas que fueron públicamente “canceladas”: los atletas rusos fueron excluidos de los Juegos Paralímpicos de Invierno y el partido de fútbol entre Polonia y Rusia fue suspendido; el director de la Filarmónica de Munich, Valery Gerviev, luego de que el alcalde de esa ciudad le exigiera que condenara públicamente la invasión, fue despedido por guardar silencio y haber sido cercano al presidente Vladimir Putin; La Royal Opera House de Londres canceló las actuaciones del Ballet Bolshoi, una de las compañías de ballet clásico de más renombre; los organizadores del show musical Eurovisión decidieron sacar de la competencia a todos los participantes de la Federación Rusa; la Filmoteca de Andalucía, “debido a la delicada situación mundial”, consideró oportuno suspender la proyección de la película Solaris, de Tarkovski, director de cine que murió  hace más de 30 años. 

Esta nueva forma de ostracismo contra alguien que actuó de mala fe o hizo algo impropio (o que simplemente nació en el lugar equivocado), normalmente una celebridad o alguien que ocupa una posición de poder, es un fenómeno que nació de la indignación de la sociedad civil y el castigo inmediato que promueven las redes sociales parece imponerse como estrategia de guerra.

Algunas personas argumentan, a veces con razón, que la cultura de la cancelación no es real porque el rechazo social y el boicoteo pocas veces interfieren de manera radical en la vida de la persona finada. Y aunque eso es debatible, no es en lo que deberíamos fijarnos. La cultura de la cancelación –si es que puede llamarse “cultura”–, dice mucho más de quien pretende cancelar al otro que del cancelado en cuestión. 

Esta nueva cultura es un apéndice de la sociedad de consumo, uno de sus mayores triunfos, porque aparenta ser un movimiento en contra de los poderosos, pero termina reforzando la idea de que todo lo que un individuo consume es aquello que lo define como individuo. Todo lo que me pueda dar placer, el gusto por cualquier forma del arte, debe representar a cabalidad mis más profundos valores. Y el no- consumo, aquello (o aquel) que decido cancelar, es también una forma de consumo, de reafirmarme como persona especial, dotada de sabiduría y buen gusto. Y ese afán por encontrar la pureza no solo en el arte, sino en quien la produce, es un pensamiento reaccionario y vanidoso.

Durante la Guerra Fría podía suceder que los artistas del otro bando fueran admirados y se consideraran potenciales aliados del “mundo libre”. Hoy, en cambio, lo que está sucediendo con los artistas rusos en Occidente hace parte de una guerra cultural, que es la guerra misma, teñida con el moralismo divino de la cancelación. Y aunque en este caso la cultura de la cancelación no ha sido una iniciativa de la sociedad civil, pues han sido instituciones públicas y empresas privadas las que han cancelado a los artistas rusos, la intención parece ser la misma: boicotear y rechazar sin confrontar, porque si se hurga un poquito se revela que no hay nada qué confrontar en un bailarín o un director de orquesta más allá de la calidad de su trabajo. Esta no-confrontación es similar al no-consumo, pero es mucho más absurda y peligrosa, porque es xenófoba y racista.

Está pasando en esta guerra lo mismo que pasa en todas las guerras y que, bajo el manto de la novedad, está siendo reforzado por esta cultura de la cancelación: que en el mundo solo hay buenos y malos. Occidente se está quedando con la imagen del ruso alineado con Putin (poco se reprodujo el video de la cantante Valery Meladze, la comediante Danila Poperechny y muchas otras celebridades rusas pidiendo el fin de la invasión), que es la que mejor funciona para que podamos decidir, sin tener que pensar mucho, qué bando consumir y qué bando dejar de consumir. Y al mismo tiempo parece que solo existe la víctima ucraniana buena, pues hay una negación sobre la existencia de milicias neonazis que, con la complacencia del ejército ucraniano, han asesinado a miles de ucranianos rusos en la región del Donbass. 

Es muy pronto para conocer el impacto que tendrá este bloqueo inédito a la gente rusa, pero me atrevo a decir que la cancelación no dará los resultados esperados. Así ha ocurrido en Israel, Estado paria por excelencia, donde el boicot ha afianzado el espíritu nacionalista.

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