Daniel Schwartz
31 Mayo 2022

Daniel Schwartz

Los otros “nadie”

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La “tusa electoral” es la tristeza de los perdedores cuando vemos que la mitad del país no piensa como nosotros. La victoria del No en el plebiscito por la paz fue para muchos una sorpresa: creímos, entusiasmados por lo que decían los medios del establecimiento liberal, que sería imposible que más de la mitad del país votara en contra de la paz.

Que Rodolfo Hernández se colara en la segunda vuelta presidencial ha dejado en muchos, y me incluyo, un sinsabor similar. Su victoria, y la tomo como victoria, fue algo que, nuevamente, el progresismo citadino no pudo prever. El triunfo del ingeniero es un golpe seco a nuestro ego, a nuestra fantasía autoconstruida de que es imposible que nuestra agenda no sea la misma que la del resto del país. Y a veces pensamos, porque una vez engañados es mejor seguir engañándonos, que esto sucede porque el país es bruto e ignorante, porque la gente no entiende por qué ni por quién vota.

Error. Rodolfo es un hombre simple, pero como fenómeno político es complejo y difícil de categorizar. Por su pinta, su edad y su pose de empresario, pero también por su discurso populista supuestamente alejado de la política tradicional, y por sus frases poco ortodoxas, mucha gente lo ha comparado con Donald Trump. Aunque las diferencias entre la política gringa y la colombiana son muchas, y aunque el de Rodolfo es un fenómeno local difícil de comparar, sí se puede cotejar su figura con la del expresidente de Estados Unidos. Pero, sobre todo, vale la comparación no solo entre esas dos figuras, sino en un espectro más amplio.

Mark Lilla, politólogo y profesor de humanidades de la Universidad de Columbia, fue uno de los primeros intelectuales en pensar la victoria de Donald Trump como una derrota del liberalismo. Según él, la llegada de este outsider, que no era más que una nueva cara del republicanismo, fue la consecuencia de años de mala praxis de los demócratas, que sin proponérselo se alejaron de las mayorías. Mientras Trump les habló a las mayorías blancas y conformó un proyecto de nación para ellas, pobres y desposeídas, los demócratas les hablaron a las minorías étnicas de las grandes ciudades. Según Lilla, las políticas de la identidad, si bien han permitido grandes avances en temas de derechos, alejaron a una mayoría descontenta que le interesa poco ese discurso. Los demócratas renunciaron a las mayorías y entregaron al republicanismo la construcción de un proyecto nacional.

Quienes quedamos sorprendidos con la victoria de Hernández, en este escenario comparativo con la política gringa, vendríamos a ser los demócratas progresistas que creímos ingenuamente que lo que a nosotros nos importa es lo mismo que le importa al resto del país. Al igual que sus símiles demócratas, Petro no supo construir un equipo que pensara en un proyecto nacional. Como me dijo en estos días un buen amigo, Petro es un llanero solitario, nadie cercano a él es capaz de replicar ese discurso suyo que abarca a la nación entera, y eso queda en evidencia cuando vemos a sus asesores más cercanos o vemos su lista del Pacto Histórico que fue elegida para el Congreso: un desfile de minorías similar al estadounidense en el que prima más la altura moral de la identidad que las ideas. Aunque eso no esté mal, pues es meritoria la llegada de voces distintas e históricamente oprimidas al recinto en el que se toman las decisiones, no es recomendable alejarse de un proyecto nacional en el que la gente que no pertenece a ninguna minoría se sienta representada, así en este sí lo esté.

Es seguro que Rodolfo no tiene una visión de país como sí la tienen los republicanos, pero el petrismo le entregó en bandeja de plata una de sus propias banderas: la lucha contra la corrupción. Esta es quizá la que más votos mueve y es la razón principal por la que Hernández logró llegar a segunda vuelta. Mueve rabias y descontentos como ninguna otra y le fue regalada luego de un mal cálculo político por parte de Petro, quien creyó que tener en sus filas a políticos cuestionados e investigados por corrupción le daría más beneficios que desventajas. 

Los seguidores del Pacto Histórico (ni hablar de los seguidores del “centro” político), sobre todo los de la ciudad, ilustran de manera muy clara esa similitud con el progresismo gringo, distante de la realidad nacional y concentrado exclusivamente en un discurso para los barrios marginales de las grandes ciudades. Es un progresismo que cree que le habla a todo el país, a todos “los nadie”, pero que en la práctica solo se identifica consigo mismo.

Las típicas infografías para las redes sociales que hacen los medios, en las que contrastan con chulos y equis la opinión de los candidatos con los “grandes temas de interés”, no reflejan las verdaderas inquietudes del grueso de la sociedad. Que si este candidato está a favor o en contra del aborto, que si este candidato cree en la regularización de la marihuana, que si está de acuerdo con la adopción de parejas del mismo sexo. Eso a la gente no le importa. Eso solo nos importa en Bogotá.

Para ilustrar lo que quiero decir, tomemos el ejemplo del eslogan “vivir sabroso”: es un valor cultural de las comunidades afro del Pacífico, ha sido la principal bandera de Francia Márquez, pero solo se comprende en una región del país y tal vez en los barrios de gente ilustrada de las ciudades grandes. Esa frase condensa la ilusión por otra manera de vivir la vida, pero poco le sugiere, por ejemplo, a un antioqueño tradicional, cuya cosmogonía gira en torno a la dignificación del trabajo y a que las cosas se logran con el sudor de la frente. Con esto no quiero decir que en el Chocó se promueva la vagancia, pero esa idea de la sabrosura es fácilmente interpretable en otras latitudes como un acto dionisíaco y perezoso.

En sintonía con lo que dice Lilla, esta idea de inclusión termina excluyendo –con o sin razón– a un amplio sector de la sociedad. El uso del lenguaje inclusivo, que busca nombrar, por ejemplo, a quienes no se sienten representados en el espectro hombre/mujer, por más bien intencionado que sea, deja de nombrar a muchos otros a quienes estos pronombres nada les dice. Esto sucede, creo yo, porque nos cuesta diferenciar a la izquierda del progresismo. No hemos entendido, y quizá para estas elecciones ya sea demasiado tarde, que la izquierda no necesariamente promulga con estas nuevas ideas, que la izquierda también puede ser tradicional y conservadora.
“Las políticas de la identidad son principalmente expresivas, no persuasivas. Es por eso que nunca ganan elecciones, pero pueden perderlas (…) Aquellos que juegan el juego de la identidad, deben prepararse para perderlo”, dice Mark Lilla.

El descontento y la rabia, las ganas de castigar a los politiqueros y a los corruptos, son sentimientos compartidos por una buena parte de la población. Esos fueron los votos que capitalizó Hernández y que le quedaron faltando al petrismo, que recibió en sus filas a esos mismos politiqueros y que además utiliza –a excepción de Petro– un lenguaje que no les llega a los otros “nadie”, aquellos que no son víctimas directas de la guerra ni parte de una minoría pero que también están cada vez más empobrecidos. Son aquellos que no son campesinos, pero viven en los pueblos alejados del poder, que quieren un cambio pero que a su vez no quieren que todo cambie, que son reticentes a ciertos discursos que van en contra de sus valores o que simplemente no los toca. Son el grueso de la población, cuyo principal deseo es que la plata alcance para llegar a fin de mes y eventualmente mejorar la vida.

Desde el domingo, la estrategia del petrismo –Petro incluido– ha consistido en evidenciar la misoginia, el uribismo y el fascismo soterrados de Rodolfo Hernández. Y a pesar de que todos esos calificativos pueden ser ciertos, vuelvo a lo mismo: a la gente no le importa si Hernández es machista (hasta puede que eso guste) o si una vez dijo que admiraba a Hitler. Las elecciones son un concurso, no una prueba moral, me dijo alguien hace poco. Son una carrera para convencer a la gente de un deseo, de un proyecto de nación, y no para demostrar quién es mejor persona o quién representa mejor a los más oprimidos.

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