Jorge Enrique Abello
13 Junio 2022

Jorge Enrique Abello

Roy, el tiburón mecánico

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En 1977 fue estrenada en las salas de cine de todo el mundo Tiburón de Steven Spielberg. Desde que salió al público, hasta el día de hoy, no ha dejado de asustar a los espectadores, y las temibles mandíbulas del escualo que a todos engulle sin compasión, hacen parte del imaginario de los bañistas de varias generaciones, que al entrar al agua, temen ser asediados por el monstruo que entre las tenebrosas sombras del mar, nadará hacia ellos para devorarlos.

Tiburón fue filmada, a la antigua, es decir, sin los efectos visuales producidos en computador con los que contamos hoy. Escultores y artistas en F/X de la época construyeron tres modelos del animal manejado con poleas y manufacturado con materiales que lo hacían ver real en su textura y movimientos.

Estaba la cabeza para las tomas de frente, un cuerpo de un solo lado para los planos laterales y otro cuerpo completo para los generales; este último nunca funcionó, por lo que al director le tocó reducir la presencia del tiburón asesino a un 30 por ciento en toda la película, lo que sin esperarlo aumentaría el suspenso y la convertiría en un clásico del cine de terror.
El afiche del film es inolvidable: en la oscuridad del mar, una chica nada desnuda sin percatarse que desde la profundidad un tiburón enorme se dirige hacia ella para tragarla. Terrorífico.

Años después del estreno, un ilustrador, cuyo nombre desconozco, creó un nuevo afiche en homenaje a la película, en él podíamos ver a Robert Shaw el antagonista de la historia, dentro de un escualo mecánico, pedaleando la maquinaria interior del bicho para moverlo bajo el agua. El póster del homenaje habla de dos cosas. Una, de lo rudimentario de los efectos de un film tan perfecto y la otra, de cómo el odio que sentía el personaje de Robert Shaw por Jaws sería precisamente el motor de su fatídico destino al ser devorado por el gran blanco al final de la cinta. 

A más de 40 años después de su estreno, hoy entendemos algo muy importante y es que, si Spielberg hubiera cometido el error de mostrar en un porcentaje mayor al tiburón mecánico, nos hubiéramos dado cuenta del truco, como en el afiche de homenaje y así todo el sentido de la historia que es el miedo, se hubiera perdido y esta joya de la cinematografía simplemente sería un film más de tipo B para el olvido.

Bueno, esto precisamente fue lo que pasó la semana pasada al publicar los cientos de horas de planeación estratégica de la campaña del candidato a la Presidencia de la República Gustavo Petro. Se levantó el telón y descubrimos a Roy Barreras pedaleando dentro del tiburón para comerse a todos los contradictores del candidato y con eso poniendo en juego una propuesta que le apuesta al cambio del país, con la cual usted amigo lector puede estar o no de acuerdo en franca democracia.

Una vez se conoce la mecánica del truco este pierde su prestigio, ya que no puede cumplir la promesa de maravillarnos. Esos son los riesgos de hacer una campaña sucia como la que dejan ver claramente las grabaciones. ¿Pero por qué lo sucedido termina siendo grave realmente? Para ilústralo permítanme citar a Tolstoi en su libro Contra aquellos que nos gobiernan: “Cuando los hombres se han apartado del bien, imaginan siempre alguna concepción general del mundo que justifique sus acciones, representándose a ellos mismos como los instrumentos necesariamente dóciles de una fuerza superior que se les impone. Por eso se decía en otro tiempo que Dios, en sus designios impenetrables e inmutables, había impuesto a los unos el trabajo y la pobreza y asignado a los otros el goce de los bienes de este mundo”. No se pueden defender grandes ideales con acciones viles, la historia está llena de estos casos de forma trágica y desde bandos opuestos.

Cómo todos los colombianos ansío el cambio, pero tengo claro que para que eso suceda los que primero tenemos que cambiar somos nosotros mismos como sociedad. Lo que develaron estas grabaciones y la discusión siguiente, no es más que una representación nuestra de cómo estamos gestionado nuestros valores en la vida cotidiana; cómo negociamos nuestras relaciones y sobre todo nuestros deseos; sin importar por encima de quién tengamos que pasar con tal de lograr lo que tanto ansiamos. La integridad es un bien que los colombianos no hemos terminado de atesorar, por eso en nuestras buenas acciones terminamos pareciendo más depredadores que hombres de buena voluntad. 

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