Iván Duque y la mayoría de aspirantes a la Presidencia nos dicen con sus actos, silencios y soberbia, una y otra vez, algo bien sabido: sin importar quién gane las elecciones, los colombianos de a pie tendrán que salvar la democracia y el Estado social de derecho de la incompetencia o voracidad de sus dirigentes más encumbrados, y del ímpetu feroz de las mafias que los rodean.
Los autoproclamados jefes de la nueva Colombia padecen casi sin excepción algunos vicios atroces: son incapaces de trabajar en equipo, de respetar la opinión ajena o de construir un verdadero sistema democrático en medio de la diferencia. La tolerancia les resulta esquiva. El diálogo aún más. No tienden puentes. Los dinamitan. Encuentran enemigos en cada palabra, en cada gesto, en toda esquina.
Pactan con mucha facilidad, eso sí, con politiqueros de toda condición, con tal de vencer en la contienda. Maldicen las maquinarias, pero bien rápido se postran ante ellas. Las celebran.
Para completar, Duque, que tiene prohibido hacer política -pero funge de jefe de debate de Fico Gutiérrez- en algo acierta por desgracia. El populismo acecha, empezando por el propio y el de su facción política, la más populista que haya visto la historia reciente de Colombia. La que lleva acusando de terroristas a quienes piensan diferente por casi dos décadas. Magistrados, periodistas, madres de falsos positivos.
También el populismo de Trump nos ronda. Ese que el gobierno Duque apoyó, entusiasta y doble. Un populismo que por poco acaba con la democracia moderna más antigua del planeta, y que aún sigue en estado catatónico por causa de los odios despertados por el magnate, evasor de impuestos, que estuvo a su cabeza por cuatro años.
Y el de Petro, claro. Un populismo cimentado alrededor del carisma del líder único, de su relativización de la ley y las instituciones, de la construcción de una narrativa que encuentra en la diferenciación dicotómica de los buenos o malos, de las élites o desposeídos, o de los impolutos o corruptos, la materia prima de su poder discursivo.
El populismo, sin importar su ideología, es caudillista; siempre servil; siempre dócil a la orden de su mesías, llámese Lenin, Robespierre o Hitler, ese que Rodolfo Hernández ha dicho admirar. Es además militarista. La guerra y la muerte le son propicias y lo excitan. El populismo se alza sobre la torre de la sangre y el desprecio por sus enemigos jurados: izquierdosos, extranjeros, negros, judíos, ricos o cualesquiera otros que hayan sido incluidos en la lista de los proscritos por el solo hecho de ser distintos. Por su otredad.
Y también invoca, como regla, su desprecio por la corrupción. Todo populista, por definición, dice combatirla. Pero está condenado al fracaso. Porque el único antídoto real contra la corrupción es la democracia profunda y deliberativa, que parte del diálogo, la tolerancia, el principio de legalidad, el orden republicano y su sistema de pesos y contrapesos.
Una cosa es destapar un caso de corrupción. Y otra cosa prevenir y combatir el sistema (o los sistemas) de la corrupción. Petro ha hecho lo primero y siendo parlamentario intentó hacer lo segundo. Pero el Petro de hoy parece haber renunciado a esa aspiración. Casi todos los demás candidatos a la presidencia no han hecho lo primero, y evidentemente son parte del sistema que dicen querer desmontar. Así, su ascenso al poder sería la perpetuación del sistema clientelista, que ha capturado al Estado y que desprecia al ciudadano. Y peor aún, que con frecuencia lo reprime y criminaliza.
Hernández ha sido acusado por la Fiscalía y está en juicio por presuntos actos de corrupción con ocasión del caso Vitalogic. Fico está hermanado con el clan Char e invocó la presunción de inocencia para seguir lactando, indiferente, la emulsión productora de votos de las casas Char y Gerlein. Ingrid toca las puertas del uribismo, lo cual dice todo.
El candidato que, entre los opcionados, ha dado mayores muestras de coherencia política y distanciamiento con la corrupción, es Sergio Fajardo. Pero Fajardo parecería creer que ser honesto y decente basta para salvar a Colombia de la corrupción sistémica que la devora. Sus propuestas, como las de los demás candidatos, en punto de lucha contra la corrupción, son débiles. Insuficientes.
El populismo que se aproxima, el de Fico, el de Hernández, el de Petro, protagoniza una danza tensa entre el derecho y las instituciones, por un lado, y la narrativa populista por el otro. La ley y el orden republicano son expresión de la necesidad de sujetar el poder. El populismo es el descontrol del poder. Parte de una fe ciega en el pueblo que el líder dice representar. Y como el pueblo es la voz de dios y el líder la interpreta, está sobre la Constitución y las instituciones.
Vox populi, vox dei. Como el pueblo manda, nada lo contiene. El sueño de Robespierre. La guillotina hecha ideal.
Con independencia de quién gane las elecciones, ¿qué nos queda entonces como ciudadanos?
La profesora Camila Vergara publicó en 2020 un escrito que desarrolla la idea de la democracia plebeya: “República plebeya: Guía práctica para constituir el poder popular”. Es un tipo de democracia en la que la participación inmediata del pueblo en el control de los asuntos públicos es condición imprescindible para su estabilidad y supervivencia.
En un momento en que los populismos de derecha e izquierda le comen terreno a la libertad, a los derechos fundamentales, a las constituciones y sus instituciones, quizás debamos pensar en cómo armar una trinchera de defensa de la democracia, una vez más, desde el poder popular. Pero un poder popular maduro, autónomo y libre.
El populismo es la manipulación del pueblo para el beneficio de unos pocos. La democracia plebeya es la profundización de la participación ciudadana a través de la construcción de hombres y mujeres informados y libres. El populismo es la reducción de la consciencia a través de la creación de enemigos invisibles. La democracia plebeya es la construcción de la unidad de propósito y la materialización de derechos desde el orden constitucional.
El populismo es la trivialización y renuncia de los valores y los principios en nombre de una causa. La democracia plebeya es la defensa de los principios y la virtud como espina dorsal de una sociedad que promueve y defiende causas diversas, compatibles con los principios de tolerancia y solidaridad.
En un país en el que los generales hacen política, el fiscal general usa su cargo y traslada funcionarios para hacer favores, y la procuradora guarda silencio cómplice frente a los excesos del presidente y sus amigos, queda claro que poco podemos confiar en los mecanismos institucionales diseñados para prevenir el abuso de poder.
Dependemos de nosotros mismos.
Hoy, más que nunca, la prensa, la academia y cada ciudadano activo, deben, debemos, abrir los ojos, denunciar y desafiar el abuso de poder. Hoy, más que nunca, debemos ser contrapoder.