Federico Díaz Granados
23 Junio 2024

Federico Díaz Granados

La pandemia de la desinformación

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Hace unos días mataron en redes al lingüista norteamericano Noam Chomsky y en pocos minutos las pantallas se llenaron de adioses, elegías y mensajes de dolor y tristezas genuinos de parte de muchos lectores, estudiantes y admiradores de este pensador que nos ha enseñado, desde su posición progresista, a ser más críticos y a saber leer el “entre líneas” y “tras líneas” de los textos y de la sociedad. Más allá de la tendencia viral, algunos medios avalaban, con cierta contención, el rumor; y su avanzada edad y su reciente hospitalización de urgencia daban para considerar la noticia como cierta. El caso es que, a las pocas horas, cuando los mensajes de pésame llegaban desde distintos lugares del mundo, su esposa desmintió la información y las redes, como suele suceder, se llenaron de graciosos memes y chistes sobre la situación. 

Casos como el de la muerte de Chomsky vuelven a poner en la mesa el tema del consumo de información en la actualidad y del poco rigor que tenemos para filtrar las noticias que recibimos cada segundo.  No es responsabilidad solamente de los creadores de contenidos falsos, ni de los medios que poco revisan los boletines de prensa sino de los lectores que por el afán del día a día de este tiempo y los pocos hábitos de lectura creen todo lo que llega por las redes y dispositivos.  Así como hoy fue Chomsky, de vez en cuando reviven y vuelven a matar a Umberto Eco y se comparten portadas y fragmentos de sus obras. Los cantantes Camilo Sesto y Raphael han sido algunas de las tantas víctimas de la velocidad con la que los internautas quieren divulgar la noticia de una muerte. Siempre hay algo de morbo y vanidad en ser el portavoz de la primicia de una mala noticia. 

Las noticias falsas han existido siempre y muchas de ellas permanecieron durante siglos inscritas en libros de historia. La manipulación de la información tampoco es algo nuevo pero la irrupción de las nuevas tecnologías, dispositivos y redes sociales en nuestras vidas sí ha hecho más evidente la crisis que vive la verdad y la proliferación de montajes y simulacros.

Entre los múltiples desafíos del periodismo actual está el de enfrentar la sobreinformación, la manipulación de los discursos políticos y una crisis de ideas que afecta la calidad y el rigor informativo. Por eso las noticias falsas se diseñan para ser virales, apelando a las emociones y prejuicios del público. Múltiples estudios demuestran que las noticias falsas se difunden más rápidamente que las verdaderas en las redes sociales, debido a su capacidad para provocar respuestas emocionales fuertes. Por eso la periodista ucraniana Olga Yurkova afirmó en su charla TED en Vancouver, Canadá, en 2018, que “Si una historia es demasiado emocional o dramática, es probable que no sea real. La verdad suele ser aburrida”. Es por toda esa manipulación de las emociones que vemos cómo el algoritmo da información muy precisa de nosotros a los grandes monopolios. No es tanto lo que compartimos en redes lo que brinda a los “grandes hermanos” que nos vigilan la información de nuestras emociones. Es el like que damos de manera impulsiva lo que más nos revela. Ese like con el cual hacemos público el estar de acuerdo o empatizar con una idea, un producto, un evento es lo que más vale de nuestra identidad en los días que corren. Por eso el algoritmo nos entrega información que despierte nuestras filias y fobias, nuestras empatías y antipatías, nuestros afectos y odios.  Eso sumado a la sobrecarga de informativa que nos hace incapaces de discernir entre lo relevante y lo trivial. De igual forma la polarización política que vive el mundo hace que los medios sean cada vez más incapaces de ser imparciales y objetivos. Y ante el auge de nuevos totalitarismos, la libertad de prensa también se ve socavada y censurada. En América Latina siguen asesinando y persiguiendo periodistas que denuncian, investigan, y sacan a la luz la verdad de los hechos que siguen haciendo de nuestra historia una historia de muerte, corrupción y miedo. 

Pero por otra parte tenemos el fin de las salas de redacción de los grandes medios. Aquellas discusiones en los comités editoriales en las que un tema podía pasar por las manos de varios editores de distintas secciones que se alineaban con los principios fundacionales del medio ya hacen parte, en la mayoría de los periódicos y revistas impresas, del baúl de los recuerdos. Ahora la pauta editorial la marca las tendencias, likes, seguidores, comentarios y compartidos que tenga determinado tema, artículo o columna de opinión. El reportero de calle escasea y abundan por el contrario los creadores de contenido de escritorio y teléfono celular. La competencia por tendencias y likes en las redes sociales ha distorsionado las prioridades editoriales de muchos medios de comunicación que, en lugar de enfocarse en el valor informativo y la relevancia de las noticias, priorizan contenido que pueda generar más interacciones y tráfico. Este cambio ha llevado a una trivialización de la información, donde lo que más importa son los titulares impactantes en devalúo de la profundidad y la precisión comprometiendo así la verdadera ética periodística de la que tanto nos hablaba el maestro Javier Darío Restrepo.

La novela Horóscopo de Paola Guevara es la epopeya del fin de una época del periodismo, del impreso, del frenesí de la sala de redacción y los consejos editoriales. El tránsito a lo digital podía haber sido menos agresivo, pero esta, sin duda, hubiera sido la época ideal para aquellos diarios como El Bogotano, El Espacio y El Vespertino con sus titulares sensacionalistas y sus fotos en primer plano de asesinados. Hace poco me reencontré con la carta de renuncia de Camilo Jiménez Estrada a su cátedra de Evaluación de Textos de No Ficción del énfasis de Producción Editorial y Multimedial de la carrera de Comunicación Social de la Universidad Javeriana. Esa carta se lee hoy como un manifiesto de una época, como una suerte de resistencia a la avalancha digital y data de hace casi tres lustros. Casi al final menciona Camilo: “Dejo la cátedra porque no me pude comunicar con los nativos digitales. No entiendo sus nuevos intereses, no encontré la manera de mostrarles lo que considero esencial en este hermoso oficio de la edición. Quizá la lectura sea ya otra cosa con la que no me pude sintonizar. De pronto ya no se trata de comprender un texto, de dialogar con él. Quizá la lectura sea ahora salir al mar de Internet a pescar fragmentos, citas y vínculos. Y, en consecuencia, la escritura esté mudando a esas frases sueltas, grises, sin vida, siempre con errores”. Como si fuera una profecía se anticipa a lo que hoy vemos que abundan en las redes y medios impresos y digitales. 

Hace unas semanas recordaba, luego de una función especial de Cien años de soledad de Netflix, con mis amigos Adriana Echeverry y Felipe Restrepo Pombo, periodistas y escritores que quiero y admiro mucho, sobre la crisis de los medios y el largo adiós al periodismo impreso con el cual aprendimos a leer. Coincidimos en reconocer varios símbolos de ese final. Empiezan a tumbar el emblemático edificio de El Tiempo en la avenida El Dorado y El Espectador manda a trabajo remoto y virtual la mayoría de los días de la semana a sus redactores. Los diarios de las otras capitales y regiones sufren un destino parecido. Mientras tanto hay guerras en el mundo y estamos desinformados sobre lo que en realidad ocurre en esas latitudes. Nos pasa igual con la política local y de la región. Dijo García Márquez en 1997 “Los periódicos han priorizado el equipamiento material e industrial, pero han invertido muy poco en la formación de los periodistas. La calidad de la noticia se ha perdido por culpa de la competencia, la rapidez y la magnificación de la primicia". Esa primicia de la que hablaba entonces cuando apenas empezaba internet es ya hoy una triste realidad. Necesitamos salas de redacción con reporteros que lean a maestros como el mismo Gabo, Germán Castro Caycedo, Germán Pinzón, Emilia Pardo Umaña entre tantos otros que todavía siguen siendo actuales y hablan desde sus épocas de nuestro presente y nuestro futuro. Contra esa pandemia de la desinformación y la posverdad la única vacuna conocida es la de leer, leer buenos libros y crónicas que despierten la curiosidad, la empatía y la sensibilidad humana que nos permita sobrevivir en un mundo tan extraño y ajeno.
 

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