Federico Díaz Granados
17 Junio 2024

Federico Díaz Granados

Las despedidas

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Son tiempos muy extraños los que vivimos hoy cuando las velocidades del día a día imponen sus agendas, calendarios y alarmas. La pandemia fue un paréntesis de quietud, pero lleno de miedo y de inmensas incertidumbres que nos llevó a vivir en nuevos ritmos y a crear nuevos espacios de encuentro con los otros. Nos saturamos bastante de las ventanas de las plataformas digitales de reunión. Jorge Carrión llamó con dos nombres a esas sensaciones frente al Zoom: síndrome del ascensor (estamos todos apretados en una pantalla) o síndrome del espejo (nos estamos viendo en pantalla en todo momento). Esos síndromes, por supuesto, generan un cansancio y nuevas maneras de la claustrofobia. Diría el paciente del poema El mal del siglo de José Asunción Silva: “Doctor, un desaliento de la vida / Que en lo íntimo de mí se arraiga y nace, / El mal del siglo… el mismo mal de Werther, / De Rolla, de Manfredo y de Leopardi. / Un cansancio de todo, un absoluto / Desprecio por lo humano… un incesante / Renegar de lo vil de la existencia, / Digno de mi maestro Schopenhauer; / Un malestar profundo que se aumenta / Con todas las torturas del análisis…”. Todo ese lamento lo responde el doctor del mismo poema: “Eso es cuestión de régimen: camine / De mañanita; duerma largo; báñese; / Beba bien; coma bien; cuídese mucho: / ¡Lo que usted tiene es hambre!”. Si, a pesar del hambre, “el mal del siglo” ya venía rondando y estaba arraigado en la sensibilidad de fines del siglo XIX para quedar en el ADN del carácter del siglo XX y que podemos ver en los héroes y heroínas de tantas novelas y relatos de la última centuria. Pablo Neruda en su poema Walking Around de ese libro monumental que es Residencia en la tierra dice “Sucede que me canso de ser hombre”.  Son los tiempos que corren y que siguen llevando consigo las emociones humanas de siempre. Por eso, a pesar del tiempo de guerras y pandemias que vemos en directo, nunca nos acostumbramos a las despedidas y los desprendimientos.

Recuerdo conversar con la cantautora Marta Gómez durante los días más duros del confinamiento sobre el tiempo que se venía y que ella nombró como un “tiempo de primeras veces” porque sería un momento de nuestras vidas en que todos los instantes, momentos, y reencuentros serían como si ocurrieran por primera vez: ¿cuándo fue el primer café después del encierro? ¿cuándo volviste a ver a tus padres después de la pandemia? ¿cuál fue el primer lugar al que acudiste cuando permitieron salir? Y así, muchas preguntas sobre lo que vendría después de este quiebre en la vida de todos. 

Por eso en un mundo caracterizado por la inmediatez y la superficialidad, donde las selfis y las conexiones virtuales han reemplazado muchas de nuestras interacciones significativas, la idea de las despedidas y los desprendimientos cobra una relevancia especial. Vivimos en una época donde la proximidad digital puede hacernos sentir más cerca, pero también con la lejanía necesaria que puede hacernos olvidar la profundidad de las conexiones humanas y la inevitable realidad de las pérdidas.

Las despedidas pueden ser transitorias o definitivas, pero son un desprendimiento donde algo de todos nosotros muere. Cada despedida trae un rumor de ausencia y de vacío, pero son momentos en los que también hallamos la verdadera luz de las experiencias y relaciones humanas. Es quizás, a través de esas despedidas, donde aprendemos sobre la impermanencia y la necesidad de adaptarnos y aceptar los cambios constantes de la vida. El asunto es que a pesar de estar más conectados que nunca pareciera que estamos más aislados en nuestras emociones. Nunca un emoji, un meme, un sticker podrá transmitir la verdad profunda de un gesto, un tono puesto en determinadas palabras. Por eso a veces las despedidas nos permiten regresar a nuestras conexiones más profundas y humanas y valorar las pequeñas cosas de las que nos hablaba Serrat “Son aquellas pequeñas cosas /Que nos dejó un tiempo de rosas”. 

Si embargo, la vida nos enseña a desprendernos poco a poco. Cambiamos de etapas, de casas, debemos botar cosas viejas, donar libros que no caben en las estanterías y ver morir a seres amados y cercanos. A pesar de todo eso nunca estamos preparados para las despedidas, para ese último abrazo y adiós. Los gurúes de las relaciones líquidas repiten en coro que hay que soltar y fluir, pero nuestras emociones tan arquetípicas y que vienen de corazones tan antiguos como la historia del mundo nunca se acomodan del todo a esos desalojos a los que nos somete la vida.  Deberíamos venir al mundo con una cartilla que nos indique los pasos precisos a seguir para las despedidas y los desprendimientos. A lo mejor todo sería más sencillo, pero nos quitaría la posibilidad de vivir con intensidad la nostalgia que es potestad de todo el que ha sido feliz. Sentimos nostalgia cuando hemos sido felices. Sentimos nostalgia de la “Casa de las abuelas”, las limonadas de coco que bebimos, de algunos vallenatos entonados, de paseos sabaneros y poemas leídos bajo la niebla una tarde antes de la lluvia. La vida nos prepara para las pérdidas y desapegos, pero nunca para las despedidas. Nos recuerdan por altavoces que debemos vivir el presente y enfocarnos en el futuro. Por eso dicen que desprendernos nos recuerda la importancia de vivir el presente, pero las despedidas nos anclan en presentes y pasados muy hondos y verdaderos. 

Despedirse puede ser también una celebración de lo vivido y nos ofrece una mirada renovada de lo que es nuestra existencia. Perdemos algo cada día, pero la despedida nos prepara para reconocer nuestra fragilidad y la belleza de todo. Por eso el poeta checo Jaroslaw Seifert, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1984 y autor de esa obra maravillosa titulada Toda la belleza del mundo nos recuerda en uno de sus más conmovedores versos que “Todos los días del mundo / algo hermoso termina”. Y sí, cada día decimos adiós a algo hermoso con la seguridad de que cada día las despedidas nos enseñan a recibir algo hermoso que comienza. 

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