Diego Rosselli
12 Junio 2024

Diego Rosselli

Los colombianos olvidados

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Si hay algo que en medio de su diversidad parecen tener todos los colombianos de los poblados dispersos de los confines del país es el conformismo. En una suerte de sabia resignación, o quizás de mecanismo de defensa contra el destino inamovible; soportan el calor extremo de Pivijay o el frío de Guachucal, la eterna sequía de La Macuira o la brumosa humedad de Docordó. En todos esos lugares remotos del Vichada o de Urabá, del Magdalena Medio o el Pacífico nariñense, los niños juegan en las calles, en medio del polvero o el barrizal, mientras los viejos atienden los negocios, con un ojo puesto en los pequeños. Los más entrados en años, aquellos que han logrado sobrevivir a más de una docena de malos gobiernos, ven pasar el día, como vieron pasar el de ayer, o el del día de antes, desde una hamaca, una silla mecedora o una simple butaca de madera rústica.

Aquí, en esta Colombia olvidada, un día feliz es aquel en que nada pasa, un día en que no se oyen los tiros de fusil o el sordo traqueteo de los helicópteros, en el que no desfilan ataúdes, seguidos de jóvenes viudas en lágrimas con un niño de brazos, y dos o tres más a su lado. Sí, en los días tranquilos los niños juegan y los viejos tratan de recordar, o de olvidar. Pero los jóvenes ¿dónde están?

Pareciera que el conformismo no es compatible con esa edad adolescente de emociones fluctuantes, de ilusiones incumplidas y de planes que parecen imposibles de alcanzar. No queda una opción diferente a irse a buscar fortuna en la ciudad. Los muchachos más afortunados de Salahonda o de Cravo Norte, de las orillas del Caguán o del sur de Bolívar podrán entrar a la universidad, en Tumaco o en Arauca, quizás en Neiva o en Aguachica, y con sus conocimientos débiles en matemáticas, en comprensión lectora o en lengua extranjera va a arrancar su educación superior tres pasos atrás de los compañeros citadinos. 
Sería injusto generalizar, y no reconocer a ese puñado de mentes jóvenes que han encaminado su rebeldía hacia la esperanza y su energía hacia sus territorios, ya sea en emprendimientos que valoran lo que este país megadiverso puede ofrecer y va camino a perder, ya sea empoderando a sus conciudadanos para cuidar sus tradiciones y sobrevivir a su vulnerabilidad. Son valientes, dados todos los riesgos que asumen los que lideran esos complicados ajustes sociales.

Es triste, pero con algunas variaciones en su intensidad y sus expresiones, este es un país clasista y racista, machista y homofóbico. Es un rasgo común desde Ipiales hasta Paraguachón y desde Taraira hasta Juradó que una mujer, en particular si es joven, incluso preadolescente, deba caminar recelosa por las calles, ocultando una sonrisa y evitando mirar a la gente a los ojos para tratar de escapar al asedio masculino. Los comentarios indeseados son otra característica común a nuestra idiosincrasia. No se salvan siquiera las ciudades capitales como Santa Marta, Pasto o Yopal. 

No, no estoy aquí para brindar soluciones, y solo expongo lo que en mi vida de explorador solitario he recogido en mis amplios recorridos por este hermoso país donde unas son de cal, pero tantas otras son de arena. 

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