Federico Díaz Granados
10 Junio 2024

Federico Díaz Granados

Tumbas de la gloria

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Al cierre de mucho de mis talleres o cursos de poesía suelo, algunas veces, organizar un recorrido de gratitudes a través de algunas tumbas de poetas. Tumbas de la gloria diría la canción de Fito Páez. Primero vamos al Cementerio Central de Bogotá y visitamos el mausoleo de nuestro “bogotano universal” José Asunción Silva que se encuentra en el panteón central. Allí está también su hermana Elvira y nada mejor que iniciar el recorrido con la lectura del tercer Nocturno y recordar algunas anécdotas sobre todo la leyenda que rodeó su muerte desde el encuentro la víspera del 24 de mayo de 1896 con su amigo, el médico Juan Evangelista Manrique hasta la cena con trece comensales en la casa número 13 de La Candelaria esa misma noche y las posteriores teorías conspirativas sobre que nuestro poeta no se suicidó, sino que fue asesinado. Esa primera parada no solo es una invitación a releer la poesía y la prosa de Silva sino de leer las espléndidas biografías que sobre nuestro poeta escribieron Enrique Santos Molano, Fernando Vallejo, Ricardo Cano Gaviria y Héctor Orjuela y las bellas novelas que escribieron Ricardo Silva Romero y Daniel Ángel. También es un pretexto para volver a las memorias que María Mercedes Carranza compiló bajo la curaduría del inolvidable profesor Jaime Eduardo Jaramillo Zuluaga a propósito del congreso que se realizó en la Casa de Poesía Silva con motivo del centenario de la muerte del poeta en 1996. 

Luego de leer en voz alta el famoso Nocturno pasamos por las tumbas de Rafael Pombo y León de Greiff. También les dedicamos algunos poemas, recordamos algunas anécdotas y tomamos algunas fotos como parte del ritual. Seguimos luego hacia el norte de Bogotá y es obligatoria la parada en Jardines de Paz para visitar al autor de Morada al sur Aurelio Arturo. Dejamos flores y leemos fragmentos de algunos de sus memorables poemas y por último seguimos hasta Sopó para rendirle tributo a la memoria de la gran poeta María Mercedes Carranza quien se encuentra allí bajo una lápida donde se lee su poema Oración: “No más amaneceres ni costumbres, / No más luz, no más oficios, no más instantes./ Sólo tierra, tierra en los ojos, / entre la boca y los oídos; / tierra sobre los pechos aplastados; / tierra entre el vientre seco; / tierra apretada a la espalda; / a lo largo de las piernas entreabiertas, tierra; / tierra entre las manos ahí dejadas./ Tierra y olvido”. Hasta hace poco allí estaba también su padre el poeta Eduardo Carranza, pero en la última visita nos sorprendió al ver que su lugar estaba vacío y que sus restos habían sido trasladados a Apiay en los llanos orientales donde el poeta del grupo de Piedra y Cielo había nacido. 

Algunas veces estas visitas, además de la lectura, la anécdota y la foto incluyen limpiar las lápidas para resaltar sus nombres y facilitar su búsqueda a futuros visitantes. De igual forma, es una manera de sabernos, más allá de sus lectores, sus deudos, como si fueran parte de nuestra más íntima genealogía porque hacen parte de nuestro patrimonio cultural y lingüístico. Esta lengua que hablamos hoy mucho le debe a la forma en que cada uno de los poetas de nuestra tradición supo modificar el idioma para preservarlo a través del tiempo. 

Este afectuoso ritual que hago al cierre de mis cursos, suelo hacerlo también en mis viajes a otras ciudades y países. Es parada obligatoria el paso por algún cementerio local para ir a agradecer con la lectura de algunos de sus poemas o prosas a manera de plegaria a muchos de los poetas, escritores y autoras que me han acompañado desde sus páginas a lo largo de mi vida. Muchas veces he organizado el viaje solo para cumplir la cita con una de estas visitas y abastecido de algunos de sus libros procedo a iniciar la peregrinación. En ocasiones lo he hecho solo y otras veces en compañía de amigos, familia o pareja. Lo cierto es que ya no concibo la ciudades del mundo sin la cartografía literaria que me ofrecen esos cementerios cuyas anécdotas también han sabido compartir con generosidad escritores como el holandés Cees Nooteboom en su libro Tumbas de pensadores y poetas y la gran rock star de la literatura latinoamericana actual Mariana Enríquez autora de Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios.

Por eso hoy tengo un buen inventario de tumbas recorridas que crece gracias a la complicidad de amigos como el poeta español Fernando Valverde con quien he iniciado largos recorridos por carretera en busca de tumbas perdidas de inmensos y admirados poetas. Otros coleccionan llaveros, gorras deportivas, estampillas o imanes de nevera. Yo colecciono entre otras cosas esas tumbas de poetas que como toda buena colección serán infinitas e inacabables pero que están llenas de joyas, tesoros y pequeñas crónicas que han rodeado sus búsquedas y llegadas. 

Algún día recopilaré esas crónicas, pero mientras tanto me gusta organizar cronológicamente esas fotos como testimonio de esas visitas. Recuerdo con afecto las visitas a Père-Lachaise y Montparnasse. A esas he regresado a repetir el ritual, sin agenda ni afanes de los viajes. Les he dedicado días enteros porque es como ir de visita a una casa de familiares muy cercanos. Jim Morrison, Marcel Proust, Oscar Wilde y Balzac en el primero donde también encontré a Paul Eluard en el distrito donde están los dirigentes comunistas franceses y don Rufino José Cuervo. Esta última fue más difícil de encontrar, no por eso menos emocionante limpiar el musgo sobre su nombre. En el segundo cementerio, las tumbas de Charles Baudelaire, Julio Cortázar, César Vallejo, Emil Cioran, Jean Paul Sartre con Simone de Beauvoir. Sin buscarlo encontré al gran Saúl Yurkievich autor de muchos de los ensayos que revelaron la poesía moderna de América Latina. Por otro lado, El cementerio no católico de Roma hospeda a los poetas románticos Percy Shelley y John Keats al igual que al icónico poeta beatnik Gregory Corso quien quiso pasar la eternidad cerca de Shelley. Una vez organicé todo un paseo a un pequeño pueblo a dos horas de Praga para visitar al premio nobel Jaroslav Seifert y leer allí fragmentos de Toda la belleza del mundo, no sin antes en la capital checa rendir tributo a Kafka y a Jan Neruda el autor de los Cuentos de Mála Strana y de quien el poeta chileno Neftalí Ricardo Reyes Basoalto tomó el apellido de Neruda. Junto al mar Caribe de San Juan de Puerto Rico descansa don Pedro Salinas, al igual que en la Necrópolis de Colón descansan tantos poetas que recientemente visité con la complicidad de mi amigo escritor y librero Álvaro Castillo Granada. Bajo un inclemente sol habanero visitamos a José Lezama Lima, Eliseo Diego, Nicolás Guillén, Dulce María Loynaz y Alejo Carpentier.  En Buenos Aires también pasé una inolvidable jornada en Chacarita con Alfonsina Storni, Oswaldo Soriano, Raúl González Tuñón, Carlos Gardel. Vi a una señora dejando unas flores en un nicho que era el del Gustavo Cerati. Luego una funcionaria del cementerio me comentó que se trataba de la madre del líder de Soda Stereo que lo visita todos los días y le cambia flores y le habla durante largos minutos. Luego un Uber me llevó hasta el cementerio judío en el barrio Tigre para ver a Alejandra Pizarnik. Un road trip por Massachusetts me llevó a las tumbas de Longfellow y Amy Lowell y un poco más al norte Robert Frost y Edna St Vincent Millay. En Worcester dos días antes de que cerraran el mundo por la pandemia leí El arte de perder frente a la tumba de Elizabeth Bishop antes de ir a Amherst a la casa amarilla y la morada final de Emily Dickinson.  Con mi amiga Andrea Cote nos escapamos de los compromisos de Festival Primavera Poética para ir al cementerio de Lima a visitar a José María Eguren, José Santos Chocano y César Moro. Isla Negra también ha sido un destino obligado en mis afectos para rendir tributo a Pablo Neruda quien está enterrado allí junto a Matilde Urrutia tal y como los indicó en el poema Disposiciones: “Compañeros, enterradme en Isla Negra, / frente al mar que conozco, a cada área rugosa / de piedras y de olas que mis ojos perdidos / no volverán a ver” poema que finaliza diciendo “Abrid junto a mí el hueco de la que amo, y / un día / dejadla que otra vez me acompañe en la / tierra”. A pocos kilómetros y como si se tratara de un líder de una banda punk está Vicente Huidobro en una colina sobre la costa de Cartagena. Allí amanecen algunos fanáticos del poeta quienes beben toda la noche, hacen fogatas y leen sus versos. Su epitafio “Aquí yace el poeta Vicente Huidobro. Abrid la tumba. Al fondo se ve el mar”. Y no solo al fondo sino en el mismo horizonte del océano Pacífico bajo la mirada de la cordillera de los Andes. 

El acto de visitar tumbas de poetas es, para mí, un viaje a través del tiempo y la cultura. Cada cementerio es una ciudad con sus callejones y adoquines. Están también las divisiones sociales y las improntas de la sociedad, pero lo más importante es que son un recordatorio de la belleza y la perdurabilidad de la poesía de siempre y cada visita es un acto de respeto, gratitud y sobre todo de memoria. La memoria que construyó mi sensibilidad y carácter a través de tantos versos. 

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